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Boletín ANFE

09-09 Columna libre: cinco afirmaciones y explicaciones del liberalismo

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Este artículo fue publicado en el Boletín de ANFE de Setiembre del 2009

09-09 COLUMNA LIBRE - SIGUIENTES CINCO AFIRMACIONES Y EXPLICACIONES ACERCA DEL LIBERALISMO:

PARTE II


Esta edición del Boletín de ANFE continúa el análisis de objeciones que se suelen formular al liberalismo y que iniciáramos en el Boletín anterior. En esta oportunidad se tratan cinco objeciones adicionales a las primeras cinco ya comentadas.

Reitero que la expresión liberalismo, tal como se mencionó en el primer comentario en el Boletín de ANFE, se refiere a lo que se conoce como liberalismo clásico. Esto es, en esencia aquél que, consciente de que el Estado es una institución indispensable, minimiza el alcance de la esfera pública en contraste con la esfera de acción privada, de manera que las personas puedan colaborar al máximo libremente entre sí, Acerca de ello, me permito resaltar lo que dice el estudioso Raimondo Cubeddu: “El liberalismo es ante todo una teoría y una praxis para el control y la reducción del poder que parte de la constatación de que los individuos, aun teniendo los mismos derechos, son naturalmente diferentes en cuanto dotados de un conocimiento limitado y falible.” (Raimondo Cubeddu, Atlas del Liberalismo, Madrid: Unión Editorial, 1999, p. 16. Las letras en cursiva son del autor).

AFIRMACION No. 6: EL LIBERALISMO ES ANTI-RELIGIOSO.
EXPLICACION: Para analizar esta afirmación, es necesario hacerlo desde dos matices diferentes. Uno, que me permito llamar “histórico”, requiere tener presente principalmente la historia de América Latina -que incluye la experiencia de Costa Rica- acerca de conflictos políticos que se dieron entre “liberales” y el orden secular de la Iglesia Católica, principalmente en el siglo XIX. Estos no sólo se concentraron en esa área geográfica, sino que también se presentó en regiones de Europa. El segundo enfoque, que denomino “ideológico”, se refiere a si, como tal, el pensamiento liberal es antitético a las creencias religiosas, independientemente de su momento histórico-político.

En cuanto a lo primero, es sabido que el término “liberal” se conoció formalmente por primera vez en las reuniones de las Cortes de Cádiz y en la elaboración de la Constitución española de 1812. Liberales se les llamó a los diputados asistentes a dichas reuniones, quienes se oponían al absolutismo monárquico de la época. A su agrupación política se le denominó “partido liberal”. Esto le menciona Hayek, quien dice que “como nombre de un movimiento político, el liberalismo aparece… primeramente cuando en 1812 fue usado por el partido español de los Liberales.” (Friedrich A. Hayek, Liberalism,” en Enciclopedia del Novicento, 1973 y reproducido en Friedrich A. Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of ideas. London: Routledge & Kegan Paul, 1978,p.p. 120-121).

Durante el siglo XIX el liberalismo político se extendió en el continente americano y en muchas ocasiones se enfrentó políticamente con la Iglesia Católica, la cual, a inicios de dicho período, se encontraba fuertemente ligada con el poder político español. Conforme las naciones latinoamericanas se independizaron - el movimiento independentista fue impulsado en grado sumo por los movimientos liberales- la Iglesia Católica pretendió conservar ciertos privilegios que los nuevos gobiernos consideraron inapropiados, como, por ejemplo, cementerios en donde no se podía enterrar a quienes no participaban de la fe católica o el dominio de muy vastas propiedades que esos políticos juzgaban debían pasar a manos seculares o bien el casi monopolio de la educación religiosa, en contraste con la propuesta liberal de una extensa educación (generalmente estatal) laica, entre otros problemas “terrenales”.

Es discutible si esas acciones gubernamentales frente al poder terreno de la Iglesia Católica, que en cierto grado no parecen ser muy liberales, fueron las apropiadas de llevar a cabo. El hecho significativo para nuestro análisis es que en esa era se presentó un importante conflicto entre las autoridades políticas, que se solían denominar liberales, y las autoridades de la Iglesia Católica, que históricamente habían estado fuertemente asociadas con las autoridades imperiales españolas. La Iglesia, en general, era muy cercana a todo tipo de poder monárquico, como fue el caso de Francia, por ejemplo, pero es necesario señalar que, en algunas otras naciones europeas, el conflicto fue entre gobiernos de tipo liberal y autoridades religiosas distintas de la iglesia Católica.
Este fenómeno latinoamericano (y de Francia) puede, entonces, explicar la aseveración de que “El liberalismo es anti-religioso”, pero en realidad era una disputa de poder entre gobernantes de partidos liberales y una Iglesia Católica que había estado profundamente ligada a los gobernantes imperiales que habían perdido la lucha por mantener la Corona Española en América Latina. No hay duda que la lucha de los liberales por la libertad de los individuos los enfrentaba directamente con el poder religioso conservador y ligado a los reyes de ese entonces.

Más interesante de analizar, en mi criterio, es si el liberalismo, como orden político y abstrayéndolo de circunstancias históricas particulares, adversa las creencias religiosas concretas que puedan tener los individuos dentro de ese orden extendido, a lo cual respondo con un significativo no, como intentaré explicar.

Ciertamente hubo destacados pensadores que contribuyeron a definir lo que se puede denominar como el pensamiento liberal clásico y quienes se opusieron a movimientos religiosos, principalmente a la Iglesia Católica, pero reitero que surgía de la fuerte relación entre monarcas absolutistas y esa corporación religiosa, principalmente, pero que también fue un conflicto que se presentó con otras agrupaciones religiosas. Ejemplos de aquellos intelectuales son Voltaire y Montesquieu, ilustrados franceses, quienes criticaron fuertemente la relación entre la Iglesia Católica y los reyes totalitarios, así como el inglés John Locke, acerca de quien de seguido me referiré con algún grado de detalle.

John Locke, uno de los más importantes pensadores germinales del liberalismo clásico, siempre consideró a la iglesia como “una sociedad libre y voluntaria y que los asuntos religiosos estaban lejos de los intereses del gobierno”. Señaló que “la tolerancia que le extendía a otros se la negaba a los papistas y a los ateos… pero es claro que Locke hizo tal excepción no por razones religiosas sino con fundamento en políticas de Estado. Miró a la Iglesia Católica como un peligro para la paz pública porque le había otorgado obediencia a un príncipe extranjero; y excluyó al ateo porque, desde el punto de vista de Locke, la existencia del Estado dependía de un contrato y la obligación del contrato, como de toda ley moral, dependía de la voluntad Divina.” (W. R. Sorley, “John Locke” en The Cambridge History of English and American Literature, Vol. VIII: The Age of Dryden, XIV: John Locke, 13: Locke’s View on Church and State, par. 27, New York: Putnam, 1907-1921).

Como orden político, el liberalismo pretende garantizar la libertad de los individuos para que puedan satisfacer sus expectativas ante la vida, pero ello requiere de un Estado cuyo poder sea limitado. Como señala Cubeddu, este objetivo del liberalismo, si se traslada al campo religioso, “se concreta en la reducción de la religión a fenómeno privado y en la tolerancia” (Raimondo Cubeddu, Op. Cit., p. 32). Esta idea refleja la posición de Locke acerca de que la iglesia, de la cual escribió que, “Veamos lo que es una iglesia.

Considero que ésta es una sociedad voluntaria de hombres que se reúnen de mutuo acuerdo para rendir culto público a Dios en la forma que ellos juzguen que le es aceptable y eficiente para la salvación de sus almas.” (John Locke “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, 28, Santiago, Chile: Centro de Estudios Públicos, 1987, p. 8), y en lo que se refiere a la tolerancia, transcribo un párrafo de la Carta de Locke que, al conjuntarla con el papel del Estado ante la religión, me parece resume adecuadamente la posición liberal ante este tema: “que todas las iglesias se obligaran a proclamar que la tolerancia es el fundamento de su propia libertad y a enseñar que la libertad de conciencia es un derecho natural del hombre, que pertenece por igual a los disidentes como a ellos mismos, y que nadie puede ser obligado en materias de religión, ni por ley ni por fuerza.” (Ibídem, p. 34).

Desde el punto de vista del individuo, es posible considerar que de alguna manera desea practicar algún tipo de religión y, por tanto, aprecia la libertad de practicarla (o de no hacerlo). Es un asunto de la conciencia de cada individuo el desear ejercitar (o no ejercitar) su práctica religiosa. Lo importante es que su práctica (o no práctica) no ocasione un daño a los demás individuos. Así, asevera David Conway, que “En virtud de la medida de libertad que otorga a sus miembros, una organización política liberal debe proveerles con la libertad de practicar (o de no practicar) la religión sin daño alguno… (ese) hecho de poder practicar la fe de su elección en sí mismo no establece que tal forma de organización política sea la mejor para cada miembro… pues mucha gente preferiría que tan sólo fuera su propia religión la practicada si se compara con que se permitiera a otros practicar otras formas de fe o el ateísmo… el precio que cada miembro de la sociedad debe pagar para que se le permita vivir de acuerdo con su propia fe particular es la extensión de la tolerancia religiosa a otros. La medida de libertad que se concede a todos los miembros dentro de una organización política liberal le permite a cada uno de ellos practicar o no practicar su religión de acuerdo con sus propias luces.” (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, New York: St. Martin’s Press, Inc., 1995, p. p. 17-18).

Espero que con esta exposición de principios pueda haber desnudado la falacia de que el liberalismo es opuesto a la religión. La religión es, en esencia, un asunto privado en lo que nada tiene que ver el Estado. De aquí la importante idea liberal de la separación entre la Iglesia y el Estado. Al creyente, como al ateo, lo que les interesa es poder ejercitar cualquier creencia que su conciencia considere deseable. Y la sociedad abierta le garantiza el ejercicio (o el no ejercicio) de la fe, en tanto que con ello no dañe a los restantes individuos.

El ensayo que Locke escribió en 1689, y que he venido citando, es crucial en el desarrollo del pensamiento liberal. En su Letters Concerning Toleration (Carta sobre la Tolerancia), trata del derecho de cada individuo a escoger su propio camino hacia la salvación, así como acerca de la ilegitimidad de que el Estado empuje a la gente a mantener ciertas creencias religiosas: el gobierno civil no debe tener incidencia en los asuntos religiosos de las personas.

Termino el comentario de la presunción de que “el liberalismo es anti-religioso” con una cita de Locke, que me parece resume la correcta posición liberal ante el tema de la fe de los individuos, en donde enfatiza el límite del área pública del área privada en cuanto a la religión: “toda jurisdicción del gobernante alcanza sólo a aquellos aspectos civiles, y que todo poder, derecho o dominio civil está vinculado y limitado a la sola preocupación de promover estas cosas; y que no puede ni debe ser extendido en modo alguno a la salvación de las almas… el poder del gobierno está sólo relacionado a los intereses civiles de los hombres; está limitado al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo que ha de venir” (John Locke, “Carta sobre la Tolerancia”, en Estudios Públicos, Op. Cit., p. 6 y p. 8).

AFIRMACION No.7: EL LIBERALISMO DISCRIMINA CONTRA LAS MINORÍAS.
EXPLICACION: La mejor forma de entrarle a esta aseveración que se formula acerca del liberalismo es refiriéndose al debate intelectual en torno al multiculturalismo, fenómeno que si bien se relaciona con que muchas sociedades están abiertas al ingreso de gentes provenientes de otras culturas, conceptualmente permite también incorporar el tema de culturas de poblaciones indígenas como formas de vida “diferentes” de la tradición mayoritaria o más poderosa que hay en una nación (o bien de la minoría más poderosa). Así queda planteado el asunto de cómo las sociedades deben acomodar otras culturas diversas y diferentes de la propia y permite que analicemos la aseveración de que el liberalismo, como tal, discrimina contra las minorías en una sociedad.

El llamado problema del multiculturalismo generalmente se ha referido a las necesidades de integración de culturas extranjeras o forasteras a la nacional mayoritaria, pero dicho tema nos permite analizar acerca de la posición liberal clásica ante la diversidad cultural, pues en principio es aplicable a grupos que sean objeto de discriminación en una sociedad, tales como la racial, sexual, tribal, de preferencia sexual, entre otros análogos, que en realidad son semejantes en cuanto a la aceptación de la diversidad y de cómo las sociedades deberán acomodarla.

Señala Chandran Kukathas, “el liberalismo es una doctrina profundamente simpática con el multiculturalismo porque proclama la importancia de la libertad individual de vivir una vida propia para él o para ella, aún si la mayoría de una sociedad desaprueba la forma en que se vive esa vida. De acuerdo con las tradiciones del liberalismo, debe tolerarse los hábitos o las diferencias de una minoría en vez de ser suprimidas.” (Chandran Kukathas, “Anarcho-Multiculturalism: The Pure Theory of Liberalism,” en Geoffrey Brahm Levy, editor, Political Theory and Australian Multiculturalism, New York: Berghahn Books, 2006, p. 37).

En el orden liberal una minoría no es obligada a que valores de una sociedad que no pueda acatar ni tampoco se le prohíbe que viva según sean sus valores. El punto esencial de la idea liberal es lograr formas en las cuales los grupos o minorías puedan vivir en sociedad sin entrar en conflicto con los otros grupos o con los valores de la sociedad; esto es, cómo lograr una coexistencia pacífica. Ello puede ser muy difícil de lograr en la práctica, pero la idea es que, en una sociedad en la que hay diversas culturas, cada persona podrá asociarse libremente con quien le plazca, sin tener que aceptar valores que no reconocen o bien que no puede obedecer, pero ello siempre en cuanto se respete el derecho a otros a hacer lo mismo. Lo podemos llamar tolerancia con los demás, que en el caso extremo puede ser llevado a ser tolerante aún con quienes no simpatizan con el liberalismo. Como dice Kukathas, “una sociedad multicultural liberal clásica puede contener dentro de ella muchos elementos iliberales.” (Chandran Kukathas, Ibídem, p. 38), pero también ningún grupo o cultura particular puede recibir un tratamiento especial diferente de las otras que componen la sociedad liberal. En resumen, ni favores ni temores.

Esta visión de Kukathas no es enteramente compartida por otros pensadores liberales, quienes, por ejemplo, cuestionan el principio de si se puede ser tolerante con quienes son intolerantes hacia los principios liberales. Este tema ha sido objeto de constante debate entre pensadores liberales, aunque, como dice Kukathas, “si algo es característico de la tradición liberal es su cautela ante la concentración del poder y de los esfuerzos de los poderosos por suprimir el disentimiento. Los regímenes liberales han sido notables por su compromiso con la dispersión del poder y con la tolerancia hacia el disentimiento en las ideas –ya sean ellas conservadoras, socialistas, fascistas, teocráticas o simplemente anti-liberales.” (Ibídem, p. 41).

Por considerarla una referencia relevante, me permito citar a Ludwig von Mises: “…el liberalismo debe ser intolerante ante cualquier tipo de intolerancia… El liberalismo exige la tolerancia como un asunto de principio, no de oportunidad. Demanda tolerancia aún de las enseñanzas obviamente más sin sentido, de formas absurdas de heterodoxia y de supersticiones tontamente infantiles. El liberalismo demanda tolerancia por las doctrinas y opiniones que considera van en detrimento y arruinan a la sociedad y hasta para con los movimientos que él combate infatigablemente. Porque lo que impulsa al liberalismo para demandar y estar de acuerdo con la tolerancia no es consideración por el contenido de la doctrina a ser tolerada, sino por el conocimiento de que sólo la tolerancia puede crear y preservar la condición de paz social, sin la cual la humanidad debe retroceder a la barbarie y penurias de siglos que hace mucho pasaron.” (Ludwig von Mises, Liberalism in the Classical Tradition, Irvington, New York: Foundation for Economic Education, 1985, p. p. 55-56).

En el marco de la crítica de que el liberalismo clásico discrimina contra las minorías, en ocasiones se le ha acusado de ser racista, por lo que, a pesar de lo descabellado de la aseveración, me referiré brevemente a este caso concreto, señalando la idea liberal de que no hay amos naturales, ni esclavos naturales, pues, como señaló Adam Smith, “La diferencia entre los caracteres más desemejantes, como entre un filósofo y un esportillero (mozo que hace mandados de puerta en puerta), parece proceder no tanto de la naturaleza como del hábito, costumbre o educación.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo I, San José, Costa Rica: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 55. El paréntesis es mío).

En torno a la discriminación racial y a su situación más extrema, como lo es la esclavitud, John V. Denson señala que: “Una de las metas principales y de los grandes logros del liberalismo clásico fue la abolición de la esclavitud –que ocurrió en toda la Civilización Occidental durante el siglo diecinueve -sin que la guerra fuera necesaria -excepto por la revuelta en Haití- a pesar del hecho de que la esclavitud había sido una importante y bien aceptada institución mundial durante miles de años. La gran tragedia para el liberalismo clásico, y para el pensamiento político de los Estados Unidos, fue que las ideas de un gobierno limitado y de los derechos de los estados, que eran ideas del liberalismo clásico que habían sido adoptadas por el Sur, se entrelazaron con la idea de la esclavitud, a la cual el liberalismo clásico se oponía.” (John V. Denson, editor, Reassessing the Presidency: The Rise of the Executive State and the Decline of Freedom, Auburn, Alabama: The Ludwig von Mises Institute, 2001, p. xvii).

William Lloyd Garrison fue uno de los líderes más destacado del movimiento en favor de la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos y un connotado liberal. En su Declaration of Sentiments of the American Anti-Slavery Convention, escrita en 1833, señaló que “El derecho a disfrutar de la libertad es inalienable. Invadirlo es usurpar la prerrogativa de Jehovah. Todo hombre tiene derecho a su propio cuerpo –a los productos de su trabajo propio- a la protección de la ley- y a las ventajas comunes que tiene una sociedad. Es piratería comprar o robarse a un nativo de Africa, y sujetarlo a esclavitud. Con certeza, el pecado es tan grande cuando se esclaviza a un africano como a un estadounidense.” (William Lloyd Garrison, “Man cannot hold property in Man,” en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and contemporary writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, New York: The Free Press, 1997, p. 78).

Frederick Douglass planteó, creo mejor que nadie, el caso liberal en contra de la esclavitud y la servidumbre racial en los Estados Unidos. El escapó de la esclavitud en 1838 y escribió Letter to His Old Master (Una carta a su antiguo amo), que en parte dice: “Desde ese momento resolví que algún día me fugaría. La moralidad del acto lo resuelvo de la manera siguiente: Yo soy yo: usted es usted; somos dos personas distintas, personas iguales. Lo que es usted, lo soy yo. Usted es un hombre, y yo también lo soy. Dios nos creó a ambos, y nos hizo cosas separadas. Por naturaleza no estoy atado a usted, o usted a mí. La naturaleza no hace que su existencia dependa de la mía, o que la mía dependa de la suya… Somos personas distintas, y cada cual está igualmente provisto con las facultades necesarias para su existencia individual. Al dejarlo, no tomo nada que no me haya pertenecido, y de ninguna manera disminuyó los medios para que usted logre una vida honesta. Sus facultades le continúan perteneciendo, y las mías se convirtieron en útiles para el dueño correcto. Por lo tanto no veo que haya daño a alguna parte de la transacción.” (Frederick Douglass, “Letter to His Old Master”, en My Bondage and My Freedom, New York: Arno, 1969, y reproducida en David Boaz, editor, Ibídem., p. 82).

También contra el liberalismo clásico se ha lanzado la acusación de ser anti-feminista, afirmación que debe analizarse a la luz de los principios liberales básicos de respeto a la diversidad de las personas y de la igualdad ante la ley. Esto es, tanto la mujer como el hombre tienen el derecho a la libertad sin que la persona sea objeto de coerción. El principio de igualdad ante la ley implica que las mujeres no deben ser tratadas de manera diferente ante ella; esto es ni favoreciéndolas ni afectándolas, pues las mujeres tienen el derecho a ser tratadas iguales que los hombres (y viceversa).

Deseo ampliar algunas otras ideas que creo pueden reflejar adecuadamente la posición liberal clásica. En primer lugar, no parecen existir razones suficientes como para sugerir que el orden político del liberalismo clásico no brinda derechos suficientes como para que la mujer pueda desarrollar la vida que desea. La clave para tal resultado está en asegurarse la vigencia del principio de igualdad ante la ley. En segundo lugar, en una sociedad liberal no hay razones para suponer que dicho orden impide que las mujeres desempeñen un papel diferente del tradicional familiar y natural o que, asimismo, puedan desempeñar este último rol social, si así lo escogen libremente Los acuerdos privados con familiares, con sus esposos o esposas, y patronos, permiten que esos papeles puedan ser llevados a cabo. Finalmente, en un orden liberal clásico “no hay razón para suponer que, en caso de que los patronos hombres estuvieran prejuiciados en contra de emplear mujeres con base en los méritos, aquellas mujeres que no fueron empleadas debido al prejuicio no estarían en capacidad de lograr ser tan exitosas como lo ameritan sus talentos”, debido a la existencia de mercados competitivos que imponen un costo con aquellos quienes desean seguir prácticas discriminatorias. (David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, Op. Cit., p. p. 63-64).

En una respuesta al libro de Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, Mary Wollstonecraft, inspiradora de muchas feministas liberales clásicas, escribió lo siguiente: “Considere si, y se lo dirijo a usted como legislador, cuando los hombres luchan por su libertad y se les deja juzgar por sí mismos en lo referente a su propia bienestar, ¿si no es inconsistente e injusto subyugar a las mujeres, aún cuando usted cree firmemente que actúa de la manera mejor calculada de promover su libertad? ¿Quién hizo que el hombre fuera juez exclusivo, si la mujer comparte con él el regalo de la razón?... Que no haya coerción establecida en la sociedad, y si prevalece la ley común de la gravedad, los sexos descansarán en sus lugares correspondientes. Y, ahora que leyes más equitativas están formando a sus ciudadanos, el matrimonio puede llegar a ser algo más sagrado: los hombres jóvenes pueden escoger esposas por motivos de afecto y las mujeres jóvenes permiten que el amor destierre la vanidad…” (Mary Wollstonecraft, “The Subjugation of Women”, en David Boaz, editor, The Libertarian Reader: Classic and contemporary writings from Lao-Tzu to Milton Friedman, Op. Cit., p. 62).

Lo que los liberales deben hacer en este campo es luchar por el orden competitivo que implique costos a quienes discriminen, así como que el Estado de ninguna manera trate a la mujer diferente del hombre en cuanto al principio de igualdad ante la ley, pero dando el campo adecuado para decisiones privadas libres en cuanto al desempeño de papeles tradicionales femeninos de cuidado de los niños, así como de los papeles sexuales o bien ante decisiones que signifiquen una vida diferente que las mujeres puedan desear llevar en busca de su felicidad propia.

El principio básico del liberalismo clásico en torno a la diversidad me parece que radica en el deseo que tienen las personas de vivir en una sociedad que permita vicios personales que no causan daños a terceros, en contraste con un sistema en que el Estado puede prohibir dichas conductas con fundamentos morales o de que constituyen un peligro cuando así no lo es. Porque el gobierno, ante la posibilidad de restringir conductas privadas que no dañan a terceros, no tiene en principio un límite que le impida limitar tales conductas por inmorales o porque les causan un daño. Así las personas libres podrían verse limitadas en aquello que valoran al máximo simplemente porque alguien, por medio del poder coactivo del Estado, logró que éste la restringiera. A fin de asegurarse que su libertad propia no sea objeto de restricción estatal arbitraria, la persona debe estar de acuerdo en aceptar conductas de otras personas con las cuales no se está de acuerdo o bien cuya práctica constituye un peligro pero para esas otras personas, y no que le ocasionen un daño a él o ella. Este es, como dice Conway, “en esencia, el caso del liberalismo clásico a nombre del orden político liberal como una forma de régimen que es el mejor para todos los seres humanos.” ((David Conway, Classical Liberalism: The Unvanquished Ideal, Op. Cit., p. 20). La sociedad libre es el orden que mejor puede acomodar la diversidad innata de los individuos.

AFIRMACION No. 8: EL LIBERALISMO ES ANTI-SOLIDARIO.
EXPLICACION: Puede considerarse que, de cierta manera, esta explicación es una ampliación de la respuesta a la afirmación previa (la No. 7) de que el liberalismo discrimina contra las minorías. Efectivamente, para responder esta nueva afirmación (la No. 8) debemos referirnos al carácter individualista, entendido apropiadamente, del orden político liberal.

Tal vez lo más apropiado es referirse a la forma en que el liberal se considera un individualista; es decir, haciendo ver que el aporte del individualismo a un orden social espontáneo “enfatiza… que el estado debería de ser… tan sólo una pequeña parte de ese organismo mucho más rico que llamamos ‘sociedad’ y que el estado únicamente debería de brindar un marco general en el cual tiene la extensión máxima la libre colaboración entre los hombres (y por tanto no ‘dirigida conscientemente’).” (Friedrich A. Hayek, “Individualism: True and False,” en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, The Essence of Hayek, Stanford: Hoover Institution Press, 1984, p. p. 145-146). Para Hayek, el individualismo verdadero implica ciertos corolarios como que “el estado organizado deliberadamente… y el individuo… están lejos de vislumbrarse como las únicas realidades, en tanto que todas las formaciones y asociaciones intermedias deben ser deliberadamente suprimidas, siendo que las convenciones no obligadas de intercambio social son factores esenciales para preservar la operación ordenada de la sociedad humana… El individualismo verdadero afirma el valor de la familia y de todos los esfuerzos conjuntos de las comunidades y grupos pequeños, cree en la autonomía local y en las asociaciones voluntarias y, de hecho, el caso en su favor descansa fuertemente en el argumento de que mucho por lo cual usualmente se pide la acción coercitiva del estado, puede lograrse mejor mediante la colaboración voluntaria.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem, p.146).La creencia liberal se sustenta en que el individuo es quien mejor conoce sus intereses y toma sus decisiones en función de ello, pero ello no lo convierte en voraz, ávido, codicioso, egoísta, avaricioso, metalizado, ególatra, pues, como dice Michael Novak, para ello se tendría que “partir de la premisa de que los seres humanos son tan depravados que nunca efectúan otra clase de elección… (en efecto) los fundadores del capitalismo democrático no creían que esa depravación fuera universal. Aparte de las limitaciones que se impone el propio individuo, el sistema limita la codicia y el interés personal… los verdaderos intereses de los individuos muy rara vez se limitan a la preocupación y cuidado por sí mismos. Para la mayoría de las personas, los intereses de su grupo familiar significan más que los propios y con frecuencia estos se subordinan a aquellos. También sus comunidades les importan.” (Michael Novak, El Espíritu del Capitalismo Democrático, Argentina: Ediciones Tres Tiempos, 1983, p. p. 96-97).

Esta interpretación de la conducta del individuo en sociedad no es algo nueva en el pensamiento liberal clásico, como lo muestra la siguiente cita de Adam Smith: “En una sociedad civilizada (el hombre) se ve siempre obligado a la cooperación y concurrencia de la multitud... En casi todas las demás castas de animales cada individuo de la especie, luego que llega a estado de madurez, principia a vivir en uno de entera independencia, y en este estado natural puede decirse que en cierto modo no tiene necesidad de otra criatura viviente. Pero el hombre se halla siempre constituido… en la necesidad de la ayuda de su semejante… y aun aquella ayuda del hombre en vano la esperaría siempre de la pura benevolencia de su prójimo, por lo que la conseguirá con más seguridad interesando en favor suyo el amor propio de los otros, en cuanto a manifestarles que por utilidad de ellos también les pide lo que desea obtener… (pero) no de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento. No imploramos a su humanidad, sino acudimos a su amor propio… Solo el mendigo confía toda su subsistencia principalmente a la benevolencia…” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo I, Op. Cit., p. 54).

Dado lo expuesto y a que, al tratar de responder otras afirmaciones negativas previas que se hacen del liberalismo, se ha hecho recurrente el tema de la insolidaridad del liberalismo, lo que he intentado responder adecuadamente, me permito hacer una exposición que tal vez podrá sorprender a aquellos quienes acusan al liberalismo de no ser solidario.

Whilhelm Röpke fue un destacado economista liberal, concretamente de la corriente de pensamiento alemana llamada del Ordoliberalismo, que influyó en la conformación de la Economía Social de Mercado. Asimismo fue un gran admirador de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica y un cristiano dedicado.

Por ello, me imagino que causará cierto ardor a los críticos del liberalismo de que es insolidario, el señalamiento de Röpke de que, en la lucha por resolver el problema de la pobreza, hay tres métodos mediante los cuales los individuos pueden obtener aquellos bienes escasos. Un primer método, que llama “éticamente negativo”, el cual consiste en obtener bienes de otros por medio de la violencia y del fraude. Un siguiente método, que llama “éticamente positivo”, es aquel en el cual se obtienen bienes y servicios sin tener que dar algo a cambio y un tercer método, que Röpke califica como “éticamente neutral”, que “no se basa en el egoísmo si ello implica que el bienestar individual se logra a expensas de aquél de otro. Ni tampoco se basa en un altruismo desinteresado, si eso implica que el bienestar individual es desatendido, de forma que otros se puedan beneficiar. Es [un] método mediante el cual, en virtud de una reciprocidad contractual de intercambio entre las partes, se logra un aumento en el bienestar propio por medio de un aumento en el bienestar de otros. Este método, que puede ser llamado “de solidaridad” (ojo al término exacto que utiliza Röpke) significa que un aumento en mi bienestar se logra de manera tal que no priva a otros del suyo sino que más bien les brinda, como producto de mi ganancia, un incremento de su propio bienestar.” (Whilhelm Röpke, Economics of the Free Society, Chicago: Henry Regnery Co., 1963, p. p. 20-21. ">El paréntesis es mío).

El sistema de mercado, que es parte consustancial del liberalismo, es precisamente solidario en cuanto a que no depende del despojo egoísta de los bienes de otros para obtener los bienes y servicios que satisfagan los deseos o necesidades de la persona, ni tampoco de un comportamiento altruista en donde el individuo se despoja del bienestar propio con tal que otros se beneficien. El sistema de mercado depende del intercambio de bienestar de las partes, pero no hay nada que excluya la posibilidad de que el aumento de bienestar que una de las partes perciba, pueda usarse para los fines “éticamente positivos” del altruismo a que se refirió Röpke. Por supuesto que también podría usarse para fines “éticamente negativos”, de despojo de la propiedad de otros, pero, como dice Röpke, “tan sólo las poderosas influencias de la religión, la moral y la ley parecen capaces de inducir en nosotros una adherencia escrupulosa al tercer método”; o sea, al éticamente neutral. (Ibídem., p. p. 21-22). Por esta razón destaco la función segunda del estado en una sociedad liberal a la cual se refería Adam Smith, cual es la de “proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad”. (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 23). Finalmente, ante la asistencia a aquellos en necesidad que se puede considerar como deseable en un orden liberal, es bueno preguntarse si ella puede ser mejor brindada por medio de organizaciones privadas que por el estado. No en vano se observó, en momentos de auge del liberalismo político una proliferación de agencias privadas dedicadas a la caridad, que bien pueden haber sido siendo paulatinamente disminuidas por la pretensión estatista de que el ejercicio privado de la caridad es mejor desempeñado por el estado que por las personas. Uno puede suponer que esas personas conocen mejor cuáles son sus intereses en cuanto al ejercicio de la caridad en comparación a como lo haría un burócrata.

AFIRMACION No. 9: EL LIBERALISMO ES ANTI-EMPRESA PÚBLICA.
EXPLICACION: El liberalismo clásico suele considerar que no es función del estado llevar a cabo aquellas actividades productivas que el individuo privado puede llevar a cabo. Pero el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues considera indispensable la existencia del estado, si bien es cierto que hay diversos criterios entre los pensadores liberales acerca de cuáles son los alcances o roles concretos que puede desempeñar en una sociedad liberal. Señala Razeen Sally, que “la función del gobierno en la conducción de la política pública es análoga a aquella de un árbitro o un réferi del futbol, la de aplicar ‘las reglas del juego’ pero no la de interferir o ‘jugar’ con ‘el juego’ en sí, mucho menos pre-programar o alterar y adulterar los resultados del juego. En otras palabras, la tarea del gobierno es regular el ‘orden’ de las actividades económicas, a la vez que se refrena en convertirse en un participante del proceso de mercado.” (Razeen Sally, Classical Liberalism and international Economic Order: Studies in the theory and intellectual history. Londres: Routledge, 2002, p. 27).

Adam Smith definió lo que se puede considerar como las tres funciones básicas del estado. La primera, la defensa de la nación ante los enemigos externos. La segunda, la administración de la justicia; esto es, hacer cumplir las reglas generales sobre la propiedad y los contratos, de manera que se impida el fraude y la coacción. En tercer lugar, la provisión de obras que “aunque ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Tomo III, Op. Cit., p. 36).

Es interesante señalar que esta última función Sally la considera que comprende lo que hoy se podría denominar como bienes públicos, que incluyen “la provisión de estabilidad macroeconómica y de servicios que van desde iluminación de las calles y facilidades sanitarias, hasta salud, educación, transporte público esencial y una red de seguridad básica para los indigentes (aunque esto no implica que el gobierno deba administrar, ni mucho menos monopolizar, los servicios que financia parcial o totalmente)” (Razeen Sally, Op. Cit., p. 28).

Con esta referencia quiero destacar que en el amplio pensamiento liberal hay muy diversas concepciones de hasta qué grado el gobierno debe desempeñar alguna función concreta. Eso sí, concuerdo con Richard A. Epstein, al señalar que “los mercados dependen de los gobiernos; los gobiernos dependen de los mercados. La cuestión clave no es excluir uno u otro sino asignarle a cada uno su papel apropiado.” (Richard A. Epstein, Skepticism and Freedom: A modern case for classical liberalism, Chicago: The University of Chicago Press, 2003, p. 1), y menciona luego que es necesario “fusionar una fuerte protección de las libertades de los individuos con la provisión estatal de bienes públicos claves, incluyendo la infraestructura necesaria para que el sistema funcione.” (Richard A. Epstein, Ibídem., p. 9). Por infraestructura, Epstein no sólo se refiere a infraestructura física, tales como carreteras, puentes o muelles, sino más bien al marco legal, político y social que faculta la protección estatal de los individuos, su propiedad y la ejecución de los contratos.

El tema del alcance del estado en un orden liberal sigue siendo polémico, si bien debo señalar dos aspectos. En primer lugar, algo que bien puede caracterizar a los liberales clásicos es su escepticismo acerca de la habilidad del estado para llevar a cabo funciones que los individuos pueden llevar a cabo. Por ello, es cierto que, por lo general, los liberales clásicos se oponen a que el estado sea quien las realice y, si se considerara que su provisión es una función pública, tal criterio no requiere que ese estado sea quien deba administrar tales funciones (lo que a veces se llama concesión pública refleja esta idea). Así, “el gobierno no deberá interferir en la esfera delimitada de los individuos, incluyendo en su propiedad, e ipso facto deberá abstenerse de intervenir en el proceso del mercado dejando que los productores y los consumidores sean libres de efectuar sus propias elecciones de acuerdo con los precios que se forman libremente.” (Razeen Sally, Op. Cit., 27).

En segundo lugar, hay un escepticismo natural entre los liberales hacia la concentración del poder. Por ello muchos se ven inclinados hacia minimizar el papel del estado en ese balance necesario o marco jurídico en el cual se maximice la colaboración libre entre individuos que menciona Epstein. Me parece que dicho escepticismo explica por qué para el liberal es preferible que sean las partes (los individuos) y no el estado las que definan los términos y las condiciones en que contratan libremente, pues “las partes conocen mejor que nadie cuál es su interés propio, de manera que el dictado público de los términos de los contratos es una limitación a la libertad de ambas partes, dando lugar a una transacción que necesariamente daña su bienestar económico.” (Richard Epstein, Op. Cit., p. 35). La historia del intervencionismo estatal es pródiga en ejemplos de daños a las libres relaciones que individuos desean llevar a cabo. Por ello el liberal clásico suele oponerse a la intervención del estado, pues afecta el bienestar de las partes.

El liberalismo clásico no se opone a que el estado desempeñe ciertas funciones. Repito que no es anarquista. Si bien acepta que hay funciones que pueden corresponder a la esfera pública, tampoco acepta que ellas necesariamente deban ser administradas por el estado. Bien podría ser mejor que fueran llevadas a cabo por los individuos, no sólo por razones de eficiencia económica, sino en cuanto a que se refrena el poder del estado para restringir la libertad. Este es el caso frecuente de empresas públicas monopolísticas, cuya existencia se da precisamente gracias al impedimento legal de que surja una competencia de parte de individuos privados. Aún cuando se exhiban argumentos de fracaso del mercado para promover la acción del estado a fin de presuntamente lograr mejores resultados, lo cierto es que los gobiernos no son dirigidos por omnisapientes individuos, quienes a la vez son benevolentes en su conducta. Lo contrario suele ser lo observado, al ver cómo los intereses de los buscadores de rentas capturan al estado para que tome medidas que, en última instancia, además de a ellos, también beneficia a los maximizadores del poder y de prebendas dentro del sector público. La actuación del Estado no es gratuita, como algunos consideran; por el contrario, suele ser más onerosa que el costo que alguien podría considerar que resulta en un mercado competitivo en el marco de un orden político liberal.

AFIRMACION No. 10: EL LIBERALISMO CONDUCE AL LIBERTINAJE.
EXPLICACION: Esta apreciación acerca del liberalismo suele proceder de círculos conservadores, los cuales señalan que esa posición política conduce a conductas privadas que contrastan fuertemente con las convenciones morales vigentes, aunque también en ocasiones la crítica viene de círculos de la izquierda. Señala Tibor Machan que el liberalismo clásico es “acusado de promover la disipación, el libertinaje, el hedonismo y el subjetivismo moral. Leo Strauss desde la derecha, Herbert Marcuse desde la izquierda, así como muchos de sus epígonos, han formulado repetitivamente este punto. Defendiendo la libertad individual, el liberalismo no ha tomado muy en cuenta a la ética.” (Tibor Machan, “Two Kinds of Individualism: A critique of ethical subjectivism,” en Philosophical Notes, No. 29, 1993, p. 1).

Por libertinaje podemos entender un comportamiento de los individuos que no está restringido por códigos formales o informales acerca de costumbres o modales y por la moralidad. Algunos críticos han considerado que el liberalismo clásico da lugar a que los individuos actúen como si no tuvieran restricción moral alguna en cuanto a su conducta personal y en sociedad.

Deseo formular varias consideraciones al respecto. Los liberales clásicos no son anarquistas y por ende reconocen funciones al estado, que bien se pueden resumir, en general, en que son aquellas que permiten asegurar un orden de libertad. Desde Adam Smith el pensamiento liberal clásico definió funciones esenciales que debía desempeñar el estado. En esencia, un marco legal que permita el funcionamiento adecuado del orden social basado en la libertad. Lo importante en cuanto a la crítica que estamos analizando, es si se requiere, a partir de tales funciones públicas generales, que el estado defina cuáles serían las reglas morales que deberían regir en un orden establecido en un momento dado. Debe tenerse presente al analizar este tema lo que una vez dijo Margaret Thatcher: “La libertad es una criatura de la ley o es una bestia salvaje.” (Margaret Thatcher, discurso pronunciado en Corea del Sur el 3 de setiembre de 1992, conocido como “Los Principios del Thatcherismo”).

De acuerdo con la concepción Hayekiana de un orden social “nos comprendemos mutuamente, convivimos y somos capaces de actuar con éxito para llevar a cabo nuestros planes, porque la mayor parte del tiempo los miembros de nuestra civilización se conforman con los patrones inconscientes de conducta, muestran una regularidad en sus acciones que no es resultado de mandatos o coacción y a menudo ni siquiera de ninguna adhesión consciente a reglas conocidas, sino producto de hábitos y tradiciones firmemente establecidas.” (Friedrich A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid: Unión Editorial, S. A., 1975, p. p. 78-79). Es decir, la tradición y la costumbre, que surgen evolutiva y espontáneamente en una sociedad, son un factor crucial para entender el comportamiento de los individuos en un orden concreto y no el diseño deliberado de una política estatal que pretenda asegurar que con ella la sociedad funciona en beneficio de sus integrantes. La importancia de la tradición y la costumbre en los órdenes sociales, y que ellas no son objeto de creación deliberada, descansa en la idea clave de ese prominente pensador liberal clásico, David Hume, acerca de que “la moral… no puede derivarse de la razón” (David Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1987, p. 211),sino que “nuestros esquemas morales y nuestras instituciones sociales… surgen como parte de un proceso evolutivo inconsciente de auto-organización de una estructura o un modelo.” (Friedrich A. Hayek, La Fatal Arrogancia, Op. Cit., p. 193).

Tal como expusimos al analizar en el boletín anterior la segunda afirmación crítica de que “los liberales son conservadores”, tal creencia no tiene fundamento, sino que la conformidad voluntaria, que en cierto momento existe en un orden libre, bien puede variar. Al contrario del conservador que cree en la inmutabilidad de las reglas morales de una sociedad, el liberal clásico considera que éstas pueden ser objeto de cambio; concretamente, que pueden evolucionar. Escribe Hayek que “Tal evolución solamente es posible con reglas que ni son coactivas ni han sido deliberadamente impuestas; reglas susceptibles de ser rotas por individuos que se sienten en posesión de razones suficientemente fuertes para desafiar la censura de su conciudadanos, aunque la observancia de tales normas se considera como mérito y la mayoría las guarde.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem., p. 79). Es decir, la sociedad liberal da posibilidad al cambio y la evolución, que sin duda se dificultaría enormemente si el estado coaccionara o impusiera reglas específicas que se asumirían son inviolables.

Aquí surge un elemento esencial que Hayek expone acerca de la sociedad abierta: la tradición constituye una limitante a la acción individual en cuanto a las reglas que existen en una sociedad en un momento y lugar concreto, pero dicha limitante debe ser flexible en cuanto a permitir el cambio que los individuos deseen llevan a cabo, si los costos de hacerlo son más que compensados con el beneficio que obtienen del cambio. En el orden de libertad dicho cambio es gradual y experimental (piecemeal) contrario a la forma en que varía en un orden en el cual el estado es el que define las reglas morales. Aún más, señala Hayek, “La existencia de individuos y grupos que observan simultáneamente normas parcialmente diferentes proporciona la oportunidad de seleccionar las más efectivas.” (Friedrich A. Hayek, Ibídem., p. 79).

No se observa, por tanto, que en sociedades políticamente liberales prime la anarquía y el libertinaje, sino, por el contario, un orden al cuál se arriba espontáneamente sin que medie la coerción que pueda imponer el Estado en cuanto a reglas morales que deberían de seguir los ciudadanos. Esa espontaneidad y el aprecio por las reglas de conducta probadas y reflejadas en tradiciones y costumbres que aceptan los individuos en un momento dado no significan que estas sean inamovibles, pues la tolerancia propia del sistema liberal clásico permite que los mismos individuos con su conducta vayan definiendo las reglas morales con el paso del tiempo.

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Actualizado 22/07/2011 a las 13:40 por Boletín ANFE

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