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Boletín ANFE

09-06 Los liberales y la calle

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Este artículo fue publicado en el Boletín de ANFE de Junio del 2009

09-06
LOS LIBERALES Y LA CALLE


Justo Serna*

Estemos o no completamente de acuerdo con sus juicios, resulta muy gratificante leer a Ralf Dahrendorf, ese autor del que siempre apreciaremos sus ejercicios de prudencia, esa forma perspicaz, fina y realista de abordar los problemas. Es un liberal que detesta el estrépito de la movilización, el ruido mediático, el estruendo que algunos comunicadores provocan en todo el mundo y que, lejos de despertarnos, nos adormecen. Resulta extremadamente placentero examinar sus libros, ese despliegue de inteligencia, de cordura, de sensatez. Échenle un vistazo, si no me creen, a su último volumen, una obra que publica aquí la editorial Paidós. Se titula En busca de un nuevo orden. Una política de la libertad para el siglo XXI.

En 1991, recién derribado el Muro de Berlín, Dahrendorf empezó una pedagogía absolutamente imprescindible, una tarea de divulgación de la democracia, de la deliberación. Invocando a Edmund Burke publicaba en esas fechas Reflexiones sobre la revolución en Europa, un libro concebido en forma de carta dirigida a un caballero de Varsovia, un prodigio de sensatez. A lo largo de los últimos quince años ha ido completando esas páginas divulgadoras y entre los textos imprescindibles de análisis de coyuntura y de teoría política están Después de la democracia y la obra que hoy les recomiendo. Dahrendorf es un pensador juicioso que no se deja llevar por el estilo gritón o panfletario que se ha impuesto entre algunos de sus correligionarios, algunos sedicentes liberales. Frente a las soluciones obvias que algunos de sus afines proponen -simplemente menos Estado, más mercado-, Dahrendorf invoca a Popper o a Hayek, pero para recuperar sus páginas más atinadas: aquellas en las que estos autores anteponen la ley y el orden al egoísmo privado, aquellas en las que postulan el desarrollo de las instituciones y el establecimiento de marcos colectivos de convivencia que favorezcan el progreso individual. El Estado nacional, nos dice Dahrendorf, no es un subproducto innecesario o postizo, sino un logro memorable que ha permitido el desarrollo y la integración de lo diverso, de lo heterogéneo. Exactamente como defendía Ortega y Gasset.



El Estado nace de la ciudad, el lugar de lo distinto, ese espacio del anonimato al que acceden los diferentes y que les permite vivir, sobrevivir y convivir sin sentirse vigilados, fiscalizados, observados en exceso. Un alemán que reside en la Gran Bretaña, que llega a dirigir la London School of Economics y que adopta su forma de vida hasta hacer de él un individuo nacionalmente mestizo, híbrido, es una ganancia admirable de la civilización: ése es Ralf Dahrendorf, alguien que desterró toda forma de sectarismo y que lee con provecho a autores, a pensadores que no forman parte de su tradición personal, a analistas a los que respeta, con los que polemiza y de cuyos errores o descarríos extrae ideas. Incluso cuando los juzga con severidad les agradece sus deslices, pues es de esos extravíos de donde procede la sutileza con la que Dahrendorf pule sus razonamientos.

Pero no es eso lo que quería destacar, sino el principal diagnóstico que establece en su último libro. En las páginas de En busca de un nuevo orden, Dahrendorf dictamina sobre el tóxico más corrosivo que amenaza a la democracia: la anomia. ¿Qué significado tiene este oscuro concepto? A nomos significa en griego sin ley, sin marco o código que defina, prescriba o prohíba cierto tipo de comportamientos. Alude, pues, al vacío normativo y a la confusión, pero alude también a la decepción y al desistimiento, a la discrepancia que existe entre las necesidades y los medios de que disponemos para satisfacerlas. Seguramente, el principal chantaje que se cierne sobre nosotros es el terrorismo, aunque no menos nos acechan la destrucción o el agotamiento de los recursos naturales. Ahora bien, para el mantenimiento y desarrollo de las sociedades democráticas, la principal celada es la anomia, la abulia de los ciudadanos, el desentendimiento. Lo peor es una democracia sin demócratas, con burgueses amodorrados o demagógicamente movilizados, añade Dahrendorf.


Porque, en efecto, lo contrario de esos ciudadanos desentendidos no es la movilización intensa y extensa, algo propio de los regímenes totalitarios. En una democracia, cuando un partido gubernamental activa consensos o hegemonías movilizando a la ciudadanía aparece el fantasma del populismo o del autoritarismo. Ahora bien, cuando un partido de la oposición emprende una movilización intensa y extensa como fórmula principal para derribar al Gobierno o como instrumento de porfía y crisis, entonces demuestra una impotencia institucional que no lleva a la responsabilidad ciudadana, sino al desistimiento colectivo, al repudio democrático. Como indica Dahrendorf, la democracia no pasa por provocar la protesta callejera de los electores, sino que pasa por establecer consensos, por activar los acuerdos y por dar salida parlamentaria al malestar.

¿Quién rompió los acuerdos institucionales, quién quebró el pacto de la Transición?, se preguntan y se reprochan el PSOE y el PP. Cuando Dahrendorf se plantea cómo superar la anomia no se responde invocando la movilización, algo a lo que, como buen liberal, es alérgico. Cuando Dahrendorf se interroga cómo combatir la abulia democrática se contesta: «hemos de crear instituciones. A los liberales podrá sorprenderles esta máxima, pero lo cierto es que la libertad sólo es real si cuenta con una base institucional», con «instituciones que encaucen los antagonismos existentes» y esto no se logra con un activismo callejero que dará bien en televisión, pero que deteriora la democracia. La paradoja de la manifestación permanente, del estrépito mediático de la política, es la de que provoca una actitud pasiva: un grueso de población que asiste al espectáculo televisivo de la calle convulsa y que no participa en la edificación de la democracia y de las instituciones. En efecto, «la otra cara del nuevo autoritarismo -concluía Dahrendorf-, es la sociedad de los couch potatoes, esto es, de los televidentes que pasan sus días sentados en el sofá comiendo patatas fritas, viendo pasar por la pantalla un mundo en el que ya no participan y en el que pronto ya no podrán participar». Tomen buena nota.

Profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, España. Publicado en Levante-EMV el 11 de marzo del 2009.

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