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09-06 El gran diálogo

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Este artículo fue publicado en el Boletín de ANFE de Junio del 2009

09-06 EL GRAN DIÁLOGO

Kevin Casas Zamora*
Advierte Isaiah Berlin en un ensayo luminoso que una de las ideas recurrentes del pensamiento político occidental es la tentación utópica, la noción de que a los seres humanos nos es dado conocer y aun realizar en la tierra un modelo de sociedad en el que prevalece la verdad y se disuelven los dilemas fundamentales de la condición humana.

El asunto viene a cuento porque, exasperados por los vicios y carencias de nuestra democracia, quienes participamos en nuestros debates públicos venimos mostrando síntomas del virus utópico desde hace tiempo. La muestra más común –de la que yo mismo he sido víctima—es la de afirmar que la solución a todas nuestras desventuras reside en el Gran Diálogo Social (así, con mayúscula), del que emergerá, por consenso, el modelo de desarrollo que habrá de proyectarnos al futuro. Jóvenes y viejos, sindicalistas y empresarios, leones y corderos pastarán juntos entonces. Algunos nos hablan del imperativo de reproducir en Costa Rica una especie de Pacto de la Moncloa, análogo al acuerdo social que formó parte de la transición española.

Puede ser. Pero entre más lo pienso, más me parece que ese gran acuerdo nacional –aunque deseable—no es ni suficiente ni necesario para construir un futuro de prosperidad. A fin de cuentas, ninguna de las transformaciones que han definido el rumbo de Costa Rica –ni la universalización de la educación primaria, ni las Garantías Sociales, ni la abolición del ejército, ni la nacionalización bancaria, para poner algunas—ha sido fruto de una gran negociación participativa, como decimos ahora. Por el contrario, casi todas han sido resistidas con uñas y dientes por muchos sectores, como cabe esperar tratándose de cambios profundos.

Mi escepticismo se aplica, con particular intensidad, a las asambleas constituyentes, que casi nunca resuelven definitivamente los dilemas políticos de una sociedad. Y si lo intentan, producen constituciones que no duran mucho. Aquí es paradigmático el caso de la Constitución norteamericana, capaz de resistir los embates del tiempo precisamente en virtud de su irritante ambigüedad, de su transparente falta de transparencia y hasta de su silencio deliberado en temas cruciales, como las potestades del gobierno federal o, en su día, la esclavitud. El genio de Madison no radica en haber sido un constructor de utopías, sino en haber diseñado –a través de componendas políticas, algunas francamente deshonrosas—un conjunto de reglas básicas que han permitido que esos debates centrales continúen civilizadamente hasta el día de hoy, mediante movimientos pendulares, a través de imprevisibles avatares y sin ninguna pretensión de finalidad. No digo que no hagamos una Constituyente, sino que tengamos muy claros sus límites y que no la carguemos de expectativas exageradas.

Quizá nos falta una dosis de humildad en el país. Hemos sido presa en los últimos tiempos del uso constante de lenguaje hiperbólico –con sus anuncios de cielos e infiernos en cada política pública que nos toca debatir— y de una sensación de auto-importancia, que los historiadores del futuro verán con algún desconcierto. Si hemos de labrar un país mejor, me parece que lo primero que debemos hacer es asumir con mayor modestia nuestra capacidad –como individuos y como generación— para modificar la trayectoria histórica del país. Podemos modificarla, pero no sucederá como resultado de un gran hito de ruptura o refundación del que seremos artífices, sino como el producto de la acumulación gradual de pequeñas decisiones sobre temas específicos, determinaciones cuyo alcance muchas veces apenas alcanzaremos a conjeturar en el momento de tomarlas.
Así construyen la historia las sociedades libres, en las que vale la pena vivir. No mediante episodios de iluminación colectiva ni arrebatos utópicos, sino quitando y añadiendo retazos a la colcha de una historia colectivamente construida. En una democracia esa colcha es siempre disonante y hasta caótica, pero también es siempre mejorable. Esa es la clave.

Tengo dudas de que necesitemos un Gran Diálogo. Tal vez nos haga falta más paciencia con los procedimientos de la democracia, agobiantes aquí y en todas partes. Tal vez nos haga falta más confianza en que la simple regla de la alternancia en el gobierno le permitirá a casi todos participar tarde o temprano en la construcción de nuestro destino; más confianza en que los pequeños diálogos sobre temas concretos, aunque no nos permitan dar el Gran Salto Adelante, tienen posibilidades reales de hacernos avanzar un centímetro a la vez; más confianza en que la empatía, la capacidad de ponernos en el lugar de quien nos adversa y no maltratarlo innecesariamente, puede hacer posible el milagro de una discusión civilizada y productiva, un punto que yo, en particular, he aprendido con mucha dureza.

Moncloa o no Moncloa, Constituyente o no Constituyente, seguiremos condenados, si tenemos suerte, a avanzar a brincos y a saltos, a debatir para siempre el tipo de sociedad que queremos, a tolerarnos y a construir equilibrios imperfectos entre valores incompatibles. Eso nos puede parecer un valle de lágrimas, pero es mejor que todas las otras opciones.
*Artículo publicado en La Nación del 11 de junio del 2009

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