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Boletín ANFE

09-03 La lengua no es inofensiva

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Este artículo fue publicado en el Boletín de ANFE de Marzo del 2009

09-03 LA LENGUA NO ES INOFENSIVA


Laurencia Sáenz*


La lengua puede transformarse en fatal mordaza para el pensamiento

Condenado al cautiverio de una Judenhaus (palabra nazi que significa “casa de judíos”), Victor Klemperer vierte en el papel las gotas de su tinta obsesionada. “Observa, estudia, graba en tu memoria lo que sucede –pues ya mañana tendrá otra apariencia, ya mañana lo percibirás de otra manera–, retén la forma en que se manifiesta, y actúa”. Ya no es a sus admirados Voltaire, Montesquieu y Diderot hacia quienes fluye la mente de este filólogo, profesor de literatura de la Universidad de Dresde.

Desde que se lo expulsó de su cátedra y se le prohibió frecuentar las bibliotecas, confiscándosele así “la obra de [su] vida”, la lengua que emponzoña, la lengua alemana intoxicada por el nazismo, es su obsesión vital. Su diario, escrito durante los años del hitlerismo, es su “péndulo” salvavidas, el que le permite preservar su equilibrio psíquico y protegerlo del veneno de esa lengua que, día tras día, mata la consciencia humana. Lo que el papel de su testimonio absorbe, es la victoria de la inteligencia sobre la
barbarie.

Testigo lúcido. Como Orwell y Primo Levi, Victor Klemperer fue testigo lúcido de cómo el nazismo enfermó el alma de los hombres introduciéndole mortíferas dosis de su veneno a la lengua. La lengua, ese tejido híbrido entre materia y espíritu que nos eleva cuando entre sus hilos sopla la inspiración de la poesía, puede transformarse también en fatal mordaza para el pensamiento, y así asfixiarlo hasta aniquilarlo. “El nazismo se insinuó en la carne y sangre de la multitud a través de expresiones aisladas, de giros, formas sintácticas que se imponían a millones de ejemplares y que fueron adoptados de manera mecánica e inconsciente”. Fue primero por medio del idioma y de la abdicación del pensamiento sobre lo que este dice, como la masa se hizo insensible a la humanidad del otro.

Klemperer anota en su diario cómo la palabra “fanatismo” se impone progresivamente en discursos, artículos, libros y hasta esquelas mortuorias, hasta volverse omnipresente; pero, más importante que la frecuencia de su uso, es el cambio de valor que se le confiere. Observa que, mientras el siglo de la Ilustración estuvo marcado por la lucha contra el fanatismo, pasión irracional que se manifiesta ante todo en el campo religioso y en la que el ser humano se anula en su capacidad de pensar, el Tercer Reich, por el contrario, hizo del fanatismo un valor positivo, la virtud por excelencia del alma del pueblo alemán. Se habla de “elogio fanático”, “profesión de fe fanática”, “fe fanática en la victoria final”; Göring es celebrado como “el amigo fanático de los animales”; Goebbels, sobreabundando en “lo que ya no podía ser más objeto de sobreabundancia”, escribía en el Reich del 13 de noviembre de 1944 que la situación solo podría ser salvada por un “fanatismo salvaje”, como si el salvajismo, añade Klemperer, no fuera de por sí el estado natural del fanatismo.

Al violentar el uso del lenguaje, y desnaturalizarlo de la función esencial que desempeña en la constitución de la vida en común, el espíritu del nazismo preparó las condiciones para el deterioro mental de los hombres, y con ello contribuyó a aniquilar la única defensa que tiene el ser humano para discernir entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto: su facultad de pensar.

Lenguaje y democracia. La filosofía griega, que floreció bajo la democracia ateniense, pensó el papel fundamental que desempeña el lenguaje en la vida de la comunidad política. Es bien conocida la frase de Aristóteles, según la cual el ser humano es, por naturaleza, un animal político; sin embargo, no es por el simple hecho de vivir en grupo –otros animales también lo hacen–, sino precisamente por estar dotado de lenguaje: “La palabra está para hacer patente lo provechoso y nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto; y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto de otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la Ciudad” (Aristóteles, Política).

Para que se haga justicia en la sociedad, es primero necesario no solo que la palabra articule el concepto de justicia; hace falta, además, hablar el idioma de la justicia, de la rectitud, el cual radica en el razonamiento ordenado según las leyes de la lógica.

Articular la palabra razonada, la argumentación respetuosa del orden lógico, en aras de definir los conceptos según los cuales se concibe la organización del vivir juntos, tal es la vocación del lenguaje en una democracia. La palabra es así la apertura dentro de la cual, a través de polémicas que entrañen desacuerdos y coincidencias, se constituye el espacio de sentido que nos une a la vez que nos separa, permitiéndonos de esa manera mantener una “justa distancia” los unos con respecto a los otros.

La justa distancia. Encontrar “la justa distancia”: con esa expresión, Hannah Arendt define el arte de vivir juntos. En efecto, no hay comunidad que se pueda construir sobre la base de individuos atomizados, entre los cuales no haya comunicación, que no estén unidos por determinados valores y por una tradición. Sin embargo, tampoco existe comunidad donde no hay separación entre los miembros de un grupo. Así el estado totalitario nazi disolvió el espacio político entre los hombres al anular la separación entre lo privado y lo público pues absorbió dentro de su terrorífica espiral todos los niveles de la existencia de quienes vivían bajo su yugo.

El estado totalitario extendió sus tentáculos hasta secuestrar la intimidad de la consciencia del hombre, negándole la capacidad de ejercer su pensamiento, ese “diálogo silencioso del alma con sí misma”, como reza la hermosa expresión de Platón. Así, al cortar al individuo de ese vínculo esencial con sí mismo, se oblitera la posibilidad de entrar, con el otro, en un mundo de sentido compartido.

En los albores del siglo XXI, aun se proyectan sobre nuestras cabezas las sombras del lenguaje envilecido. Bajo las alas de otros rapaces que sobrevuelan amenazantes sobre la consciencia, se escucha el grito estridente del irrespeto al uso de la palabra. En Iberoamérica, el insulto y la verborrea vulgar y chabacana de Chávez, Correa y Ortega han enlodado el espacio de entendimiento entre los ciudadanos.

A quienes escuchan, ora indiferentes, ora divertidos, el desplante de vulgaridad que ha hecho irrupción en el discurso político, hay que recordarles: la lengua no es inofensiva. El principal peligro que pesa ahora sobre nuestro continente es que, con la atrofia de la palabra que vincula y del razonamiento que ilumina, muera, por largo tiempo, la democracia.

*Filósofa.Su artículo fue originalmente publicado en el Periódico La Nación del 15 de marzo del 2009.

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Actualizado 21/07/2011 a las 08:58 por Boletín ANFE

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