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08-01 Columna libre: Igualdad y desigualdad

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Este artículo fue publicado en el Boletín de ANFE de Enero del 2008

08-01 COLUMNA LIBRE:IGUALDAD Y DESIGUALDAD

La desigualdad que muchas veces suele preocuparnos, en realidad resulta ser inmensamente útil. No me refiero tanto en términos estéticos, como cuando se hace la pregunta de qué clase de sociedad sería la nuestra si todos fuéramos idénticos, duplicados el uno del otro, sino más bien se trata de la utilidad que tiene para la asignación de recursos. En un mercado, la distribución del ingreso se basa en el principio de que el pago sea de acuerdo con lo que hagan la persona y lo que ésta posee. Como los individuos son diferentes en sus preferencias y habilidades, muchas de las desigualdades en sus ingresos precisamente se deben a ello. Por ejemplo, hay trabajos poco atractivos comparados con otros, lo cual requiere, bajo el concepto de una igualdad de tratamiento, que el pago sea mayor por los primeros que por los segundos (a esto los economistas lo llaman diferencias igualadoras). Son muchos los ejemplos que podrían darse de empleos que poseen diferentes características no monetarias y que, por tanto, tales diferencias no monetarias deberán ser compensadas mediante la remuneración correspondiente. Esto evidentemente impacta la distribución el ingreso y es un factor crucial que deberá ser tomado en cuenta cuando se alegue porque haya una igual (o justa) distribución.

Adam Smith ya había señalado la importancia que tienen estas diferencias igualadoras en los ingresos, al notar que “Los diferentes empleos del trabajo y de los fondos, que necesariamente se verifican dentro de un mismo territorio en toda sociedad, no pueden menos de ser unos más ventajosos que otros, pero todas estas ventajas y desventajas, en general, o han de ser perfectamente iguales o han de gravitar perpetuamente hasta cierto centro de igualdad. Si en un mismo territorio se verificase un empleo, o evidentemente más o ciertamente menos ventajoso que otro, naturalmente ocurriría el caso de emplearse en el uno tanta gente y en el otro tan poca, que se verían muy en breve volver a su nivel todas aquellas ventajas, igualándose proporcionalmente con las de la mayoría de los empleos.” (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, Libro I, Capítulo IX, San José; Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 146).

Hay otra desigualdad que surge de las distintas preferencias que tienen las personas en cuanto a la incertidumbre. Esto se puede ejemplificar con un juego de lotería en que participan diversas personas de acuerdo con sus preferencias. Si se parte de que para participar todos tienen una igual cantidad de dinero inicial, lo harán en mayor o menor grado según sean sus preferencias en cuanto al sacrificio de comprar distintos “pedacitos” del sorteo y del monto de los diferentes premios que se pueden obtener. Uno en la vida realiza muchas elecciones de este tipo con base en preferencias ante la incertidumbre: por ejemplo, al escoger inversiones, carreras, matrimonios, negocios, exploraciones, experimentos y muchas otras cosas similares. La persona está dispuesta a arriesgar ante la incertidumbre en función de los premios. Si, después de ganarse un premio, en aras de la “igualdad” se le redistribuye, lógicamente eso haría que la persona no escoja participar, en parte o del todo, en dicha lotería.

Ante lo expuesto anteriormente, muchas de las diferencias en los ingresos son resultado de la actitud de las personas hacia asumir riesgos en un marco de incertidumbre en los resultados. Entonces, debe tenerse presente, cuando alguien sugiera lograr una igualdad (o “justicia”) en la distribución del ingreso, que en una economía dinámica el futuro siempre es incierto, lo cual hace que la persona deba asumir riesgos, por lo que se le debe de compensar en función de ello. Hay ocupaciones y actividades que implican grandes riesgos de que se fracase o que haya perjuicios y la personas no decidirían, por ejemplo, ser aviadores, pilotos de carreras, actores, limpiadores de vidrios en rascacielos, cantantes o boxeadores, si por tal labor recibieran remuneraciones idénticas a las del resto de los empleos.

Pero ciertamente muchas de las diferencias en los ingresos se deben a las diferentes dotaciones que poseen las personas, tanto en lo referente a capacidades propias como en lo que sea de su propiedad. Quienes por esta razón objetan las disparidades en los ingresos no acostumbran hacerlo por los diferenciales en las capacidades individuales (por ejemplo, no suelen oponerse a que un excelente atleta reciba mucho más ingresos que uno mediocre), sino que ante todo basan su argumento en razones derivadas de la propiedad; concretamente, de la herencia y no tanto por la acumulación de riqueza que una persona pueda haber hecho a lo largo de su vida.

Partiendo de lo anterior, es necesario resaltar que no resulta fácil hacer una distinción entre las disparidades producto de diferenciales en las habilidades individuales, de aquellas provenientes de las dotaciones de propiedad. Así, por ejemplo, cabe preguntarse si ¿es éticamente apropiado aceptar un alto diferencial de ingresos debido a alguna cualidad genética heredada de los padres (por ejemplo, una buena voz o un cuerpo bello) pero no en el caso de que se originen en una dotación monetaria heredada de ellos? Así, puede pensarse en que un padre tiene las siguientes alternativas frente a su hijo: en primer lugar, puede financiarle una buena educación universitaria, que le generará futuros ingresos diferenciados y usualmente superiores a la media en una sociedad, gracias a esas habilidades así adquiridas. En segundo término, ese padre podría montarle un negocio a su hijo, que similarmente le puede generar ingresos relativamente superiores, gracias a las ganancias obtenidas. Finalmente, el papá simplemente le hereda al hijo una inversión financiera que le va a generar intereses, que también significan mayores ingresos relativos. Entonces, la pregunta requerida es si ¿hay alguna diferencia ética entre estas tres formas de que un hijo reciba de su padre ingresos presuntamente superiores, ya sea que resulten de mayores habilidades derivadas de la educación, de ganancias del negocio o de intereses que heredó?

Pero, además, el padre bien podría haber dispuesto que aquellos recursos que por hipótesis destina a su hijo, en vez de ello los usara en su propio consumo. Aquí el problema es que la crítica contra la herencia da lugar a que al gasto dispendioso del padre se le perciba como lo correcto, en vez de serlo la conducta frugal requerida de su parte con tal de acumular riqueza para heredársela al hijo.

Hay, sin embargo, acciones del Estado que conducen a una distribución del ingreso que un liberal bien puede considerar como “injustas”, en el sentido de que son resultado de una acción coercitiva impuesta por ese Estado sobre las demás personas. Me refiero a prácticas tales como los monopolios sancionados por la acción gubernamental, de manera que con ellas se impide la libre entrada de otros participantes que disiparían las rentas artificiales que el monopolista obtiene gracias a la posibilidad otorgada de restringir la producción y de elevar los precios cargados al resto de la sociedad. Tal monopolio así protegido también va a generar ingresos mayores para los distintos factores productivos que intervienen en el proceso de producción del bien o del servicio. El monopolio se caracteriza por mayores utilidades que las que se lograrían bajo un ambiente competitivo, con lo cual le es posible pagar más por factores que debe atraer y contratar, pudiendo pagar mayores salarios, rentas o intereses que en competencia (es posible pensar que mucha de la oposición reciente de grupos sindicales entronizados en los monopolios estatales de la telefonía, electricidad, seguros y combustibles, se debe a que hoy día son partícipes de las rentas generados por sus monopolios mediante mayores salarios que los que podrían esperar obtener en un régimen de competencia).

Otra práctica de similar naturaleza en cuanto a efectos sobre la distribución de los ingresos, es la protección que a veces se le otorga a la producción doméstica vis a vis la externa, que se refleja en precios (y costos, así como en una menor calidad) más altos para los consumidores domésticos, con lo cual el salario real que perciben los ciudadanos es, en términos de su poder adquisitivo, menor que en el caso de que pudieran obtenerlos a los precios inferiores del mercado internacional. La protección brindada por el Estado a algunos les permite obtener ingresos relativamente mayores que los que podrían lograr bajo un régimen abierto al comercio internacional.

También los liberales se suelen oponer a impuestos (muchos de ellos introducidos con propósitos supuestamente redistributivos) caracterizados por otorgar exenciones y excepciones a ciertos grupos que utilizan su poder político para obtenerlas, pero, ante la insuficiencia tributaria a que tales políticas dan lugar, según criterio del Estado, se recargan sobre otros contribuyentes. Ante esta situación, el liberal busca, dados los resultados negativos que ocasionan estas prácticas tributarias, que se apliquen principios que se pueden definir como de igualdad ante la ley. Este es un argumento fundamental en su prédica a favor de impuestos bajos y uniformes (el llamado “flat tax”).

Podría seguir abundando en ejemplos de medidas gubernamentales que tienen incidencia sobre la distribución del ingreso (casi todas las tienen), pero el principio general es que deben minimizarse, de forma tal que la distorsión que ocasionan sea la menor posible y, tal vez, tan sólo se apliquen en casos en que son deseables, como, por ejemplo, en lo que los economistas llaman externalidades, siempre y cuando sean debidamente comprobadas, que no puedan ser resueltas por mecanismos de mercado y en cuya práctica se tome en cuenta el costo de la acción gubernamental, presuntamente correctora de ineficiencias que pueda tener el mercado. (Por externalidades se entiende el beneficio o costo de la producción o el consumo que se genera sin que haya una compensación para quienes no compran ni venden el producto; tal es, por ejemplo, el caso de la contaminación de un río, la cual mata peces que esperan capturar los pescadores, cuyo costo así ven incrementado (a esto se le llama deseconomías externas) o, por el contrario, el beneficio que obtiene el dueño de un apiario cuando el vecino siembra frutales de cuyas flores las abejas obtienen el polen para producir miel (a ello se le denomina economías externas).

La función operativa esencial que en un mercado desempeña el principio de pago de acuerdo con la producción, esencialmente se refiere al ámbito de la asignación de recursos. A menos que un individuo reciba la totalidad del valor que agrega a un producto, difícilmente va a participar en un intercambio (voluntario) en un mercado que se fundamenta en lo que él pueda recibir, en vez de serlo en lo que pueda producir. Si se da la primera circunstancia institucional, no van a surgir intercambios que, de otra manera, serían mutuamente benéficos para las partes involucradas, como los habría si cada una recibiera lo que efectivamente han contribuido para su producción. De ser esta la circunstancia, los recursos no se emplearían de la forma más efectiva.

Alguien podría proponer que, en vez de una asignación voluntaria de los recursos en el mercado, ésta se realice de forma compulsiva, pero difícilmente con ello se va a lograr que las personas dediquen sus mayores esfuerzos a lograr la producción deseable. Esto es, un sistema compulsivo tendrá efectos negativos en la disponibilidad de recursos productivos. Tal como señala Milton Friedman, “Aunque la función esencial, en una sociedad cuya economía se basa en los mercados, de una remuneración o pago de acuerdo con el producto es permitir que los recursos se asignen eficientemente sin que ello sea por compulsión, difícilmente va a tolerarse sino es que se le mira como que da lugar a una justicia distributiva. Ninguna sociedad puede ser estable a menos que haya un núcleo de juicios de valor que sin pensarlo son aceptados por la gran mayoría de sus miembros… Creo que el pago de acuerdo con el producto ha sido y, en gran medida, aún lo es, una de esas instituciones o juicios de valor aceptados por una enorme mayoría de sus miembros.” (Milton Friedman, Capitalism and Freedom, Chicago: The University of Chicago Press, 1962, p. 167).

No debo omitir mencionar otros elementos de naturaleza política que demuestran la importancia y la utilidad de la desigualdad en una sociedad libre. Uno de ellos es que la desigualdad juega un papel crucial en asegurar un marco de independencia para las personas ante un poder político concentrado. La libertad económica es esencial para que las personas tengan libertad política. Los acuerdos económicos que las personas logran les permiten dispersar el poder y contrastarlo con la concentración del poder político que caracteriza a un Estado. Esta posibilidad de balance o compensación ante el poder del Estado se logra gracias a la separación que se da entre el poder político y el poder económico. Así, la prosecución de medidas que tiendan a eliminar la posibilidad de que en una sociedad libre, el pago se haga de acuerdo con la contribución que cada individuo hace a la producción, mina las posibilidades de que ellos dispongan de focos de poder que puedan compensar al poder político del Estado.

Similarmente, la desigualdad permite que ideas que pueden ser impopulares encuentren quienes las patrocinen, algo que es vital en una sociedad que promueve la libertad de sus ciudadanos. Por algo surgió el rico Engels patrocinando las ideas “subversivas” de Marx. Aquél difícilmente podría haberlo hecho en una sociedad en donde el Estado fuera el que determinara una “justa” distribución del ingreso, Estado que posiblemente consideraba como “injustas” las propuestas de Marx y, de hecho, que podía actuar en consonancia, impidiendo que ciertos grupos o personas tuvieran “ingresos adecuados” que fueran a usarse en la promoción de ideas contrarias a la existencia de ese mismo Estado.

Lo expuesto en el párrafo anterior puede ser disminuido en su dramatismo y pensarse en que simplemente la desigualdad en la distribución es un factor importante en la diseminación de ideas novedosas. Como dice Friedman, “En una sociedad capitalista, tan sólo es necesario convencer a una poca gente rica de que provean fondos para lanzar una idea, no obstante lo extraña que pueda ser, y existen muchas de esas personas, muchos focos independientes de sustento. Y, de hecho, ni siquiera es necesario persuadir gente o instituciones financieras que tengan fondos disponibles acerca de la rectitud de las ideas que van a ser propagadas. Tan sólo es necesario para persuadirlos que su propagación pueda ser financieramente exitosa; que el periódico o la revista o el libro o que cualquier otra operación o empresa arriesgada resultará en beneficios. (Ibídem, p. 17). Esto sólo es posible en una sociedad libre, mas no en una caracterizada por un Estado todopoderoso.

En el campo económico, la idea previa sobre la desigualdad tiene su lugar en cuanto a la provisión de patrocinadores que financien la experimentación y el desarrollo de nuevos productos. Porque precisamente es la posibilidad de que, ante la asunción de riesgos, la persona que incurre en ellos pueda recibir la remuneración correspondiente basada en los resultados, lo que les mueve a destinar recursos para financiar empresas arriesgadas. En ese proceso de asumir riesgos muchos ganan, pero posiblemente sean más los que pierden, pero la sociedad como un todo se beneficia con ello. El sistema de mercado ha producido muchas fortunas que han surgido principalmente por la creación de nuevos productos o servicios o de lograr una amplia distribución de ellos. Pero el beneficio que ello ha brindado a la sociedad en general es muchas veces muy superior al total de riqueza que, mediante la experimentación y desarrollo, pudieron lograr esos innovadores.

Tal idea la expone muy bien Walter Block, al escribir que “En la era más moderna, nadie puede hablar de nuevos productos, innovaciones, técnicas, tecnologías que hayan tenido un efecto importante sobre nuestros estándares de vida, sin que se mencione a gente como Michael Milken, Ray Kroc, Steve Jobs, Ted Turner, Bill Gates y Sam Walton. Simplemente no puede negarse que estos fueron hombres que estuvieron al frente del crecimiento económico, y que fueron bastante responsables de cualesquier éxito que en ese sentido pudiéramos haber tenido.

Pero si hay una cosa que pueda ser común y correctamente asociada con ellos, no es la igualdad. Más bien, lo es la desigualdad del tipo más extremo, puesto que estos fueron (o son) todos individuos muy ricos. Crecemos a tontas y a locas, a saltos. Detrás de cada impulso hacia adelante, usualmente existe un empresario innovador, dispuesto a asumir riesgos, quien invariablemente cosecha una vasta fortuna como recompensa por su éxito. Como resultado, parecería ser que es la desigualdad, no la igualdad, la marca de una economía creciente y vibrante.” (Walter Block, Is Inequality Harmful for Growth?, artículo no publicado, sin fecha, p. 3. El subrayado es del autor).

Finalmente, en lo referente a los aspectos políticos de la desigualdad, en un mercado la distribución se lleva a cabo de manera impersonal sin que se requiera de una autoridad que defina qué es lo que le corresponde a cada cual. En vez de una coerción acerca de la forma en que se distribuye el producto, en el mercado se efectúa como resultado de la cooperación entre las partes. La diferencia es crucial, pues una sociedad libre no se puede concebir con alguien que, independientemente del aporte que cada cual hace al valor de lo que se produce, defina arbitrariamente qué es lo que debe percibir.

Deseo concluir lo expuesto en los tres últimos boletines de ANFE en torno al tema de la igualdad y la desigualdad, con tres breves reflexiones. La primera de ellas tiene que ver con el papel que la envidia puede estar jugando en las peticiones que se hacen a favor de una igualdad en los resultados. Bien puede ser que los mejores resultados que adquieren algunos les provoque malestar a los menos afortunados o que, quienes en un momento dado pueden haber percibido ingresos relativamente mayores, por alguna circunstancia su posición haya variado radicalmente. Estos pueden constituirse en estímulos para solicitar una “justicia social” que lo que hace es encubrir su verdadero motivo, la envidia. Como nos lo recuerda Hayek, “Una de las fuentes de descontento que la sociedad libre no puede eliminar es la envidia, por muy humana que sea. Probablemente, una de las condiciones esenciales para el mantenimiento de tal género de sociedad es que no patrocinemos la envidia, que no sancionemos sus pretensiones enmascarándola como justicia social, sino que la tratemos de acuerdo con las palabras de John Stuart Mill: ‘Como la más antisocial y perniciosa de todas las pasiones’.” (Friedrich Hayek, Op. Cit., p. 108).

En segundo lugar, es frecuente que muchos que proponen una cierta forma de igualdad de resultados, tienen opciones de lograr que sus prédicas se puedan convertir en realidades. Es decir, que puedan convertir sus palabras en hechos. Generalmente no hay impedimentos para que puedan redistribuir lo que bien pueden haber ganado, hacia otros menos afortunados que ellos. No sólo es frecuente que muchos códigos tributarios permiten hacerlo, de manera que los gravámenes sobre los ingresos no se aplican a aquellos redestinados a grupos de menores ingresos relativos, sino que, también, la caridad es bien vista por una sociedad libre, pero especialmente porque les permite practicar aquello que pregonan.

Para concluir, es necesario reiterar que los liberales no nos oponemos a la igualdad como tal, sino a los intentos de algunos por lograr un orden distributivo preconcebido, a sea de igualdad o de desigualdad. Nos oponemos al empleo de la coacción con el propósito de lograr un fin determinado: la nobleza que se le pueda adscribir a tal fin, como podría ser lograr una cierta igualdad, no es justificación suficiente como para emplear la coacción en lograrla. De esta manera es como se preserva una sociedad abierta, libre. Por supuesto, al menos yo personalmente, miro con agrado a aquellas sociedades que no se caracterizan por los grandes contrastes entre ricos y pobres, aquéllas que han podido a lo largo de los tiempos y con grandes esfuerzos, aumentar la riqueza gradualmente y que a la vez hayan logrado reducir tales disparidades. Pero lo que no me parece conveniente es que, en función de un objetivo que uno puede considerar deseable, se sacrifique a la libertad, al entregarle a alguien la definición de quién va a recibir qué, con base no en cuanto contribuye a la producción, sino a la voluntad subjetiva de ese alguien todo poderoso.

Y me permito concluir estas exposiciones, con una opinión de Milton y Rose Friedman: “No hay inconsistencia entre un sistema de libre mercado y la prosecución de metas sociales y culturales amplias o entre un sistema de libre mercado y la compasión por los menos afortunados, ya sea que tal compasión tome la forma de, como lo hizo en el siglo diecinueve, una actividad caritativa privada o, como lo ha hecho crecientemente en el siglo veinte, de asistencia por medio del gobierno –provisto que en ambos casos sea una expresión del deseo de ayudar a otros.” (Milton y Rose friedman, Op. Cit., p. 140).


Carlos Federico Smith


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