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Jorge Corrales Quesada
21/02/2018, 16:56
CAOS PLANIFICADO(Cuarta Parte, Socialismo y Comunismo)

Por Ludwig von Mises
Fundación para la Educación Económica
Martes 2 de junio de 2015

[Cuarta de once partes]

3. SOCIALISMO Y COMUNISMO

En la terminología de Marx y Engels, las palabras comunismo y socialismo son sinónimos. Se aplican alternativamente sin distinción alguna entre ellas. Lo mismo fue cierto para la práctica de todos los grupos y sectas marxistas hasta 1917. Los partidos políticos del marxismo, que consideraban al Manifiesto Comunista como el evangelio inalterable de su doctrina, solían llamarse a sí mismos como partidos socialistas. El más influyente y numeroso de esos partidos, el partido alemán, adoptó el nombre de Partido Social-Demócrata. En Italia, en Francia y en todos los otros países en los cuales los partidos marxistas ya desempeñaban un papel en la vida política antes de 1917, de la misma forma el término socialista suplantaba al término comunista. Ningún marxista se aventuró, antes de 1917, a distinguir entre comunismo y socialismo.

En 1875, en su Critica del Programa de Gotha del Partido Social Demócrata Alemán, Marx distinguió entre una fase más baja (más temprana) y una más elevada (más tardía) del futuro de la sociedad socialista. Pero, él no reservó el nombre de comunismo a la fase más elevada y no llamó socialismo a la fase más baja, como diferente del comunismo.

Uno de los dogmas fundamentales de Marx es que el socialismo está obligado a presentarse “con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza.” La producción capitalista engendra su propia negación y establece el sistema socialista de propiedad pública de los medios de producción. Este proceso “se lleva a cabo a sí mismo por medio de la operación de las leyes inherentes a la producción capitalista.” [10] Es independiente de las voluntades de las personas. [11] Es imposible que los hombres lo aceleren, lo retrasen o lo detengan. Dado que “ Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua.” [12]

Esta doctrina es, por supuesto, irreconciliable con las propias actividades políticas de Marx y con las enseñanzas que él adelantó como justificación de esas actividades. Marx trató de organizar un partido político que, por medio de la revolución y la guerra civil, debía acompañar la transición del capitalismo hacia el socialismo. La característica propia de sus partidos era, a los ojos de Marx y a los de todos los marxistas doctrinarios, que se trataba de partidos revolucionarios invariablemente dedicados a la idea de una acción violenta. Su objetivo era alzarse en rebelión, para establecer la dictadura de los proletarios y exterminar sin piedad a todos los burgueses. Los hechos de los Comuneros de París en 1871 fueron considerados como el modelo perfecto de dicha guerra civil. Por supuesto, la revuelta de París lamentablemente había fracasado. Pero, levantamientos posteriores se esperaba que tuvieran éxito. [13]

A pesar de ello, las tácticas aplicadas por los partidos marxistas en diversos países europeos eran irreconciliablemente contrapuestas a cada una de esas dos variedades contradictorias de las enseñanzas de Karl Marx. Ellos no tenían confianza en la inevitabilidad del socialismo por llegar. Tampoco confiaron en el éxito de un levantamiento revolucionario. Adoptaron los métodos de la acción parlamentaria. Solicitaron votos en las campañas electorales y enviaron sus delegados a los parlamentos. Ellos “degeneraron” en partidos democráticos. En los parlamentos se comportaron como otros partidos de la oposición. En algunos países participaron en alianzas temporales con otros partidos y, ocasionalmente, miembros socialistas se sentaron en gabinetes gubernamentales. Posteriormente, después de que terminó la Primera Guerra Mundial, los partidos socialistas se hicieron imprescindibles en muchos parlamentos. En algunos países gobernaron exclusivamente, en otros en plena cooperación con partidos “burgueses.”

Es cierto que, antes de 1917, estos socialistas domesticados nunca abandonaron su palabrería vacía acerca de los principios rígidos del marxismo ortodoxo. Repitieron, una y otra vez, que la llegada del socialismo era inevitable. Enfatizaron el carácter revolucionario inherente a sus partidos. Nada podía elevar su furia tanto como cuando alguien se atrevía a disputar su inflexible espíritu revolucionario. No obstante, de hecho eran partidos parlamentarios como todos los otros partidos.

Desde un punto de vista marxista correcto, tal como se expresó en los artículos tardíos de Marx y Engels (pero no todavía en el Manifiesto Comunista), todas las medidas diseñadas para restringir, regular y mejorar al capitalismo eran un simple sinsentido “pequeño burgués,” que surgía de la ignorancia de las leyes inmanentes de la evolución capitalista. Los verdaderos socialistas no debían poner obstáculo alguno en el camino de la evolución capitalista. Ello porque sólo la plena madurez del capitalismo podía dar lugar al socialismo. No sólo es en vano, sino que acudir a tales medidas causa daño a los intereses de los proletarios. Incluso el sindicalismo de los trabajadores no es un medio adecuado para mejorar las condiciones de los trabajadores [14] Marx no creyó que el intervencionismo pudiera mejorar a las masas. Violentamente rechazó la idea de que medidas tales como tasas de salarios mínimos, topes a los precios, restricciones a las tasas de interés, seguridad social, etcétera, eran pasos preliminares para llevar al socialismo. Él se dirigió hacia la eliminación radical del sistema de salarios, lo cual sólo puede ser logrado por el comunismo en una fase superior. Él sarcásticamente ridiculizaría la idea de abolir el “carácter de mercancía” del trabajo dentro del marco de una sociedad capitalista mediante el establecimiento de una ley.

Pero, los partidos socialistas, tales como operaron en los países europeos, virtualmente estaban no menos comprometidos con el intervencionismo que la Sozialpolitik del Kaiser de Alemania y el Nuevo Trato estadounidense. Fue contra esa política que Georges Sorel y el sindicalismo dirigieron sus ataques. Sorel, un tímido intelectual con antecedentes burgueses, desaprobó la “degeneración” de los partidos socialistas, de lo cual culpó a su penetración por intelectuales burgueses. Quería ver el espíritu de agresividad implacable, inherente en las masas, revivido y liberado de la tutela de intelectuales cobardes. Para Sorel nada contaba excepto la sublevación. Propuso la acción directa; esto es, el sabotaje y la huelga general, como pasos iniciales hacia la gran revolución final.

Sorel tuvo éxito principalmente entre intelectuales pedantes y ociosos y en no menos pedantes y ociosos herederos de ricos empresarios. No inspiró perceptiblemente a las masas. Para los partidos marxistas en Europa Occidental y Central, su crítica apasionada difícilmente era algo más que una molestia. Su importancia histórica se dio, principalmente, en el papel que las ideas jugaron en la evolución del bolchevismo ruso y el fascismo italiano.

Para entender la mentalidad de los bolcheviques, de nuevo debemos referirnos a los dogmas de Karl Marx. Marx estaba plenamente convencido de que el capitalismo es una etapa de la historia económica que no se limita tan sólo a unos pocos países avanzados. El capitalismo tiene la tendencia a convertir a todas las partes del mundo en países capitalistas. La burguesía obliga a todas las naciones a convertirse en naciones capitalistas. Cuando suene la hora final, todo el mundo estará uniformemente en la etapa de un capitalismo maduro, maduro para la transición hacia el socialismo. El socialismo emergerá al mismo tiempo en todas partes del mundo.

Marx se equivocó en este punto no menos que en todas sus otras afirmaciones. En la actualidad, incluso los marxistas no pueden y no niegan que, entre los diversos países, aun prevalecen enormes diferencias en el desarrollo del capitalismo. Ellos se dan cuenta de que hay muchos países que, desde el punto de vista marxista de interpretación de la historia, deben ser descritos como pre-capitalistas. En estos países, la burguesía aún no ha logrado una posición gobernante y aún no ha asentado la etapa histórica del capitalismo, que es el prerrequisito necesario para la aparición del socialismo. Por tanto, estos países deben primero lograr su “revolución burguesa” y deben pasar por todas las etapas del capitalismo, antes de que no pueda caber duda alguna para transformarlos en países socialistas. La única política que los marxistas podían adoptar en tales países sería apoyar incondicionalmente a la burguesía, primero en sus esfuerzos por tomar el poder y luego en sus aventuras capitalistas. Un partido marxista podría, por largo tiempo, no tener otra tarea más que estar supeditado al liberalismo burgués. Esa es solamente la misión que el materialismo histórico, si es aplicado consistentemente, podía asignar a los marxistas rusos. Estaban obligados a sentarse quietamente, hasta que el capitalismo haya hecho que la nación madure para el socialismo.

Pero, los marxistas rusos no quisieron esperar. Recurrieron a una nueva modificación del marxismo, según la cual era posible para una nación escapar una de las etapas de la evolución histórica. Cerraron sus ojos al hecho de que esta nueva doctrina no era una modificación del marxismo, sino más bien el rechazo del último remanente que quedaba de aquel. Fue un retorno manifiesto a las enseñanzas socialistas pre-marxistas y anti-marxistas, según las cuales los hombres eran libres de adoptar el socialismo en cualquier momento, si es que lo consideraban como más beneficioso para la mancomunidad que el capitalismo. Todo el misticismo entretejido de materialismo dialéctico y el presunto descubrimiento marxista de leyes inexorables de la evolución económica de la humanidad, explotó en su totalidad.

Habiéndose emancipado por sí mismos del determinismo marxista, los marxistas rusos estaban en liberad de discutir cuáles eran las tácticas más apropiadas para hacer una realidad del socialismo en su país. Ya no más estaban incomodados por problemas económicos. Ya no más tenían que investigar si el momento había llegado o no. La única tarea que tenían que cumplir era tomar las riendas del gobierno.

Un grupo mantuvo que un éxito duradero era de esperarse sólo si se podía obtener el apoyo de un número suficiente de personas, aunque no necesariamente fuera una mayoría. Otro grupo no favoreció un procedimiento como ese, que tomaba tanto tiempo. Sugirieron un golpe intrépido. Un pequeño grupo de fanáticos debería ser organizado como la vanguardia de la revolución. Una disciplina estricta y obediencia incondicional al jefe, debería hacer que estos revolucionarios profesionales fueran aptos para un ataque súbito. Deberían suplantar al gobierno zarista y, luego, gobernar de acuerdo con los métodos tradicionales de la policía zarista.

Los términos empleados para designar a estos dos grupos -Bolcheviques (mayoría) para los últimos y Mencheviques (minoría) para los primeros- se refieren a un voto que se tomó en una reunión en 1903, para discutir acerca de estos asuntos tácticos. La única diferencia que divide entre sí a estos dos grupos, fue ese asunto de los métodos tácticos. Ambos estuvieron de acuerdo en relación con el fin último: el socialismo.

Ambas sectas trataron de justificar sus puntos de vista respectivos, citando pasajes de los escritos de Marx y Engels. Esta, por supuesto, es una costumbre marxista. Y cada secta estaba en posición de descubrir en esos libros sagrados, aforismos que confirmaran su posición particular.

Lenin, el jefe de los bolcheviques, conocía mucho más a sus compatriotas que a muchos de sus adversarios, tal como lo hizo su líder, Plekhanov. Él, como Plekhanov, cometió el error de aplicar a los rusos los mismos estándares de las naciones occidentales. Recordó cómo mujeres extranjeras en dos ocasiones simplemente usurparon el poder supremo y gobernaron tranquilamente por toda una vida. Él se daba cuenta del hecho de que los métodos terroristas de la policía secreta del zar eran exitosos, y tenía confianza en que podía considerablemente mejorar estos métodos. Él era un dictador cruel y sabía que los rusos carecían del coraje para resistir la opresión. Como Cromwell, Robespierre y Napoleón, era un usurpador ambicioso, quien confiaba plenamente en la ausencia de un espíritu revolucionario en la inmensa mayoría. La autocracia de los Romanov estaba condenada, debido a que el desafortunado Nicolás II era un debilucho. El abogado socialista Kerensky fracasó porque estaba comprometido con el principio del gobierno parlamentario. Lenin tuvo éxito porque nunca tuvo otro objetivo más que su propia dictadura. Y los rusos anhelaban un dictador, un sucesor de Iván, el Terrible.

El gobierno de Nicolás II no fue terminado por un levantamiento revolucionario verdadero. Colapsó en los campos de batalla. Resultó una anarquía que Kerensky no pudo administrar. Una escaramuza en las calles de San Petersburgo removió a Kerensky. Poco tiempo después, Lenin tuvo su dieciocho brumario [Nota del traductor: libro de Carlos Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte, ocasión en que Luis Bonaparte dio un golpe de estado]. A pesar de todo el terror practicado por los bolcheviques, la Asamblea Constituyente, electa por sufragio universal de hombres y mujeres, tenía un veinte por ciento de miembros bolcheviques. Lenin dispersó por la fuerza de las armas a la Asamblea Constituyente. El interludio “liberal” de corta vida se terminó. Rusia pasó de las manos de los ineptos Romanov, a aquellas de un autócrata de verdad.

Lenin no se contentó con la conquista de Rusia. Estaba plenamente convencido de que estaba destinado para llevar la bendición del socialismo a todas las naciones, no sólo a Rusia. El nombre oficial que él escogió para su gobierno -Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas- no contiene referencia alguna a Rusia. Fue diseñado como un núcleo de un gobierno mundial. Estaba implícito que todos los camaradas extranjeros, por derecho, prestaban lealtad a su gobierno y que todos los burgueses extranjeros que se atrevieran a resistir, eran culpables de alta traición y merecían la pena de muerte. Lenin no dudó en lo más mínimo de que todos los países de occidente estaban al borde la gran revolución final. Él esperaba diariamente por su estallido.

En opinión de Lenin, sólo había un grupo en Europa que podría -aunque sin posibilidades de éxito- tratar de impedir el levantamiento revolucionario: los miembros depravados de la intelectualidad, quienes habían usurpado el liderazgo de los partidos socialistas. Por mucho tiempo, Lenin había odiado a esos hombres por su adicción al procedimiento parlamentario y su reticencia a endosar sus aspiraciones dictatoriales. Él se enfureció contra ellos, porque los consideraba responsables del hecho de que los partidos socialistas habían apoyado el esfuerzo bélico de sus países. Estando ya en el exilio en Suiza, el cual terminó en 1917, Lenin empezó a dividir a los partidos socialistas europeos. Así, creó una nueva Tercera Internacional, a la cual controlaba en la misma forma dictatorial con la cual dirigió a los bolcheviques rusos. Para este nuevo partido, Lenin escogió el nombre de Partido Comunista. Se suponía que los comunistas lucharían hasta la muerte contra diversos partidos socialistas, esos “traidores sociales,” y que se encargarían de lograr la liquidación inmediata de la burguesía y la toma del poder por los trabajadores armados. Lenin no diferenció entre socialismo y comunismo como sistemas sociales. El objetivo al cual se dirigía no fue llamado comunismo en oposición al socialismo. El nombre oficial del gobierno soviético es Unión de las Repúblicas Socialistas (no Comunistas). En este sentido, no quería alterar la terminología tradicional que consideraba a los términos como sinónimos. Simplemente llamó comunistas a sus partidarios, los únicos seguidores sinceros y consistentes de los principios revolucionarios del marxismo ortodoxo, y, comunismo a sus métodos tácticos, porque quería distinguirlos de los “traidores mercenarios de los explotadores capitalistas,” los malvados líderes social-demócratas, como Kautsky y Albert Thomas. Esos traidores, enfatizó, estaban ansiosos por preservar al capitalismo. No eran verdaderos socialistas. Los únicos marxistas genuinos eran aquellos que rechazaban el nombre de socialistas, irremediablemente caído en el descrédito.

De esta forma, surgió la distinción entre comunistas y socialistas. Aquellos comunistas que no se rindieron ante el dictador en Moscú, se llamaron a sí mismos social-demócratas o, en breve, socialistas. Lo que los caracterizaba era la creencia en que el método más apropiado para la realización de sus planes de establecer el socialismo, la meta en común para ellos así como para los comunistas, era ganando el apoyo de la mayoría de sus conciudadanos. Abandonaron los lemas revolucionarios y trataron de adoptar métodos democráticos para tomar el poder. No les importó el problema de si el régimen socialista era o no compatible con la democracia. Sin embargo, para el logro del socialismo, estaban resueltos a aplicar procedimientos democráticos.

Por otra parte, los comunistas desde principios de la Tercera Internacional se habían comprometido firmemente con el principio de la revolución y la guerra civil. Eran leales tan sólo a su jefe ruso. Expulsaban de sus filas a cualquiera que se sospechara se sentía obligado por alguna de las leyes de su país. Hicieron complots incesantemente y derramaron sangre en disturbios sin éxito.

Lenin no podía entender por qué los comunistas fracasaban en todas partes fuera de Rusia. No esperaba mucho de los trabajadores estadounidenses. En los Estados Unidos, estaban de acuerdo los comunistas, los trabajadores carecían del espíritu revolucionario porque estaban echados a perder por el bienestar e impregnados con el vicio de hacer dinero. Pero, Lenin no dudó que las masas europeas eran conscientes de su clase y, por tanto, plenamente comprometidas con las ideas revolucionarias. La única razón por la cual la revolución no se había llevado a cabo era, en su opinión, por la deficiencia y la cobardía de los dirigentes comunistas. Una y otra vez, él depuso a sus vicarios y nombró nuevos hombres. Pero, no le fue mejor.

En los países anglo-sajones y en América Latina, los votantes socialistas pusieron su confianza en los métodos democráticos. Aquí era muy bajo el número de personas que seriamente buscaba una revolución comunista. La mayoría de aquellos que proclamaban públicamente su adhesión a los principios del comunismo, se sentirían extremadamente infelices si la revolución surgía y tenían que exponer sus vidas y sus propiedades al peligro. Si los ejércitos rusos fueran a marchar dentro de sus países o si los comunistas domésticos llegaran a tomar el poder sin involucrarse ellos en la lucha, probablemente se alegrarían por la esperanza de ser recompensados por su ortodoxia marxista. Pero, ellos propiamente no ansiaban los laureles revolucionarios.

Es un hecho que en estos treinta años de apasionada agitación pro-soviética, ningún otro país, además de Rusia, se hizo comunista con el apoyo propio de sus ciudadanos. Europa Oriental se hizo comunista sólo cuando los acuerdos diplomáticos de la política del poder internacional la convirtieron en una esfera de exclusiva influencia y hegemonía rusa. Es poco posible que Alemania Occidental, Francia, Italia y España habrían de abrazar al comunismo, si los Estados Unidos y Gran Bretaña no hubieran adoptado una política de “désintéressement” diplomático absoluto. Lo que le da fuerza al movimiento comunista en estos y otros países, es la creencia de que Rusia está manejada por un “dinamismo” inquebrantable, en tanto que los poderes anglo-sajones son indiferentes y no están muy interesados en su suerte.

Marx y los marxistas erraron lamentablemente cuando aseguraron que las masas anhelan un derrocamiento del orden “burgués” de la sociedad. Los militantes comunistas se encuentran solo entre las filas de aquellos que se ganan la vida con su comunismo o que esperan que una revolución promueva sus ambiciones personales. Las actividades subversivas de estos conspiradores son peligrosas, precisamente debido a la ingenuidad de aquellos que tan sólo están coqueteando con la idea revolucionaria. Esos simpatizante confusos y descarriados, quienes se llaman a sí mismos “liberales” y a quienes los comunistas les llaman “tontos útiles,” los compañeros de viaje e incluso la mayoría de los miembros del partido oficialmente registrados, se sentirían terriblemente aterrorizados si fueran a descubrir algún día que sus jefes van en serio cuando predican la sedición. Pero, entonces, será demasiado tarde para impedir el desastre.

Por el momento, el peligro ominoso de los partidos comunistas en Occidente yace en su posición ante los asuntos internacionales. La marca distintiva de todos los partidos comunistas del momento es su devoción hacia la política externa agresiva de los soviets. Siempre que ellos deben escoger entre Rusia y su propio país, no dudan en preferir a Rusia. Su principio es: Bueno o malo estoy con Rusia. Obedecen estrictamente todas las órdenes emanadas desde Moscú. Cuando Rusia era una aliada de Hitler, los comunistas franceses sabotearon los esfuerzos de guerra de su propio país y los comunistas estadounidenses, con pasión, se opusieron a los planes del presidente Roosevelt de ayudar a Inglaterra y Francia en su lucha contra los nazis. Los comunistas de todo el mundo calificaban a todos aquellos que se defendieran a sí mismos contra los invasores alemanes, como “imperialistas belicistas.” Pero, tan pronto como Hitler atacó a Rusia, la guerra imperialista de los capitalistas cambió de la noche al día, a ser una guerra justa de defensa. Siempre que Stalin conquista un nuevo país, los comunistas justifican esa agresión como un acto de auto-defensa contra los “fascistas.”

En su adoración ciega hacia todo lo que es ruso, los comunistas de Europa Occidental y de los Estados Unidos en mucho sobrepasan los peores excesos cometidos alguna vez por los chauvinistas. Ellos alaban eufóricamente las películas rusas, la música rusa y los presuntos descubrimientos de la ciencia rusa. Hablan en términos extáticos acerca de los logros económicos de los soviets. Adscriben la victoria de las Naciones Unidas a las acciones de las fuerzas armadas rusas. Rusia, alegan ellos, ha salvado al mundo de la amenaza fascista. Rusia es el único país libre, mientras que todas las otras naciones están sujetas a la dictadura de los capitalistas. Solo los rusos son felices y disfrutan de la bendición de una vida plena; en los países capitalistas, la inmensa mayoría sufre de la frustración y de deseos insatisfechos. Tal como los musulmanes piadosos añoran por hacer un peregrinaje a la tumba del Profeta en la Meca, así el intelectual comunista cree que una peregrinación a Moscú es el acontecimiento de su vida.

No obstante, la distinción en el uso de los términos comunistas y socialistas no afectó el significado de los términos comunismo y socialismo, tal como se aplica al objetivo final de las políticos que ambos tienen en común. Fue tan sólo en 1928, cuando el programa adoptado por el sexto congreso en Moscú [15], empezó a diferenciar entre comunismo y socialismo (y no simplemente entre comunistas y socialistas).

Según esta nueva doctrina, en la evolución económica de la humanidad, entre la etapa histórica del capitalismo y aquella del comunismo, existe una tercera etapa; esta es, aquella del socialismo. El socialismo es un sistema basado en el control público de los bienes de producción y una plena administración de todos los procesos de producción y distribución por parte de una autoridad central de planificación. En ese sentido, es igual al comunismo. Pero, difiere del comunismo en el tanto en que no hay igualdad en las pociones asignadas a cada individuo para su consumo propio. Todavía hay salarios pagados a los camaradas y esas tasas de salarios son escalonadas según la conveniencia considerada como necesaria por la autoridad central, a fin de asegurar la mayor producción posible de bienes. Lo que Stalin llama socialismo, corresponde en mucho al concepto de Marx de la “etapa temprana” del comunismo. Stalin reserva el término comunismo exclusivamente a lo que Marx llama la “fase superior” del comunismo. El socialismo, en el sentido en que últimamente Stalin ha usado el término, se está moviendo hacia el comunismo, pero, en sí mismo, no es todavía comunismo. El socialismo se convertirá en comunismo tan pronto como el incremento en la riqueza esperable de la operación de los métodos socialistas de producción, haya elevado el estándar de vida de las masas rusas, al estándar más alto que en la Rusia del presente disfrutan los distinguidos poseedores de cargos públicos importantes. [16]

Es obvio el carácter apologético de esta nueva práctica terminológica. Stalin encuentra necesario explicar a la vasta mayoría de sus súbditos de por qué su estándar de vida es extremadamente bajo, mucho más bajo que aquél de las masas en los países capitalistas e incluso menores que aquellos de los proletarios rusos de los días del gobierno zarista. Él quiere justificar el hecho de que los sueldos y salarios son desiguales, que un pequeño grupo de funcionarios soviéticos disfruta de todos los lujos que la técnica moderna puede suministrar, que un segundo grupo, más numeroso que el primero, pero menos numeroso que la clase media en la Rusia imperial, vive bajo un estilo “burgués,’ en tanto que las masas, en harapos y descalzas, subsisten en tugurios congestionados y están pobremente alimentados. Ya no puede acusar más al capitalismo por este estado de cosas. Así, se vio forzado a acudir a un nuevo maquillaje ideológico.

El problema de Stalin era más candente en el tanto en que los comunistas rusos, a principios de su gobierno, habían proclamado la igualdad de los ingresos como un principio que se aplicaría desde el primer instante de la ascensión al poder de los proletarios. Es más, en los países capitalistas el truco demagógico más poderoso aplicado por los partidos comunistas patrocinados por Rusia, es excitar la envidia de aquellos con menores ingresos contra todos aquellos con ingresos más elevados. El argumento principal planteado por los comunistas en apoyo de su tesis de que el nacional-socialismo de Hitler no era socialismo genuino, sino, por el contrario, la peor variedad de capitalismo, era que en la Alemania nazi existía desigualdad en el estándar de vida.

La nueva distinción de Stalin entre socialismo y comunismo va en abierta contradicción con la política de Lenin, y no menos contra el fundamento de la propaganda de los países comunistas más allá de las fronteras rusas. Pero, tales contradicciones no importan en el reino de los soviets. La palabra del dictador es la decisión final y nadie es tan tonto como para aventurar oponerse.

Es importante darse cuenta que la innovación semántica de Stalin afecta sólo a los términos comunismo y socialismo. Él no alteró el significado de los términos socialista y comunista. El partido bolchevique es, tal como antes, llamado comunista. Los partidos rusófilos más allá de las fronteras de la Unión Soviética se llaman a sí mismos partidos comunistas y están luchando violentamente contra los partidos socialistas, los cuales, ante sus ojos, son simplemente traidores sociales. Pero, el nombre oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas permanece invariable.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

[10] Marx, Das Kapital 7th ed. (Hamburg, 1914), Vol. I, p. 728. Nota del editor: En la edición inglesa, p. 836.
[11] Marx, Zur Kritik der politischen Ökonomie, ed. Kautsky (Stuttgart, 1897), p. xi. Nota del editor: En la edición inglesa de Kerr, pp. 11-12; por Eastman, p. 10.
[12] Ibíd., p. xii. Nota del editor: En la edición inglesa de Kerr, p. 12; por Eastman, p. 11.
[13] Marx, Der Bürgerkrieg en Frankreich, ed. Pfemfert (Berlin 1919), passim. Nota del editor: En la edición inglesa “The Civil War in France.” Reimpreso en la antología de Eastman, p. p. 367-429.
[14] Marx, Value, Price and Profit, ed. Eleanor Marx Aveling (New York 1901), p.p. 72-74.
[15] Blueprint for World Conquest as Outlined by the Communist International, Human Events (Washington y Chicago, 1946), p. p. 181-82.
[16] David J. Dallin, The Real Soviet Russia (Yale University Press, 1944), p. p. 88-95.