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Jorge Corrales Quesada
19/02/2018, 10:48
CAOS PLANIFICADO
(Tercera Parte, El Carácter Dictatorial, Anti-Democrático y Socialista del Intervencionismo)

Por Ludwig von Mises
Fundación para la Educación Económica
Martes 2 de junio de 2015

[Tercera de once partes]

2. EL CARÁCTER DICTATORIAL, ANTI-DEMOCRÁTICO Y SOCIALISTA DEL INTERVENCIONISMO

Muchos defensores del intervencionismo se asombran cuando uno los dice que ellos, al recomendar el intervencionismo, están propiamente promoviendo tendencias anti-democráticas y dictatoriales y el establecimiento de un socialismo totalitario. Protestan, porque dicen ser creyentes sinceros y que se oponen a la tiranía y al socialismo. Que lo que los orienta es sólo la mejora de las condiciones de los pobres. Dicen que están impulsados solo por consideraciones de justicia social, y favorecen una distribución más justa del ingreso, precisamente porque intentan preservar al capitalismo y su corolario político o superestructura; esto es, al gobierno democrático.

En lo que estas personas fallan es en darse cuenta de que las diversas medidas que sugieren no son capaces de lograr los resultados beneficiosos que buscan. Por el contrario, producen un estado de cosas que, desde el punto de vista de sus proponentes, resulta ser peor que el estado previo que tenían diseñado alterar. Si el gobierno, encarado ante este fracaso de su intervención inicial, no se encuentra preparado para deshacer su interferencia con el mercado y regresar a la economía de mercado, debe agregar más y más regulaciones y restricciones a su primera medida. De esta manera, procediendo paso a paso, llega finalmente a un punto en que todas las libertades económicas de los individuos han desaparecido. Luego, emerge el socialismo del modelo alemán, el Zwangswirtschaft de los nazis.

Ya hemos mencionado el caso de las tasas de salarios mínimos. Ilustremos aún más el asunto, mediante el análisis de un ejemplo típico de control de precios.

Si el gobierno quiere hacer posible que los padres pobres tengan más leche para sus niños, debe comprar leche al precio de mercado y vendérsela a la gente pobre con una pérdida a un precio más bajo; la pérdida puede ser cubierta con fondos recaudados con impuestos. Pero, si el gobierno fija simplemente el precio de la leche en uno menor al del mercado, los resultados obtenidos irán contra los objetivos del gobierno. Los productores marginales, para poder evitar las pérdidas, dejan su actividad económica de producir y vender leche. Habrá menos leche disponible para los consumidores; no más. Este resultado va contra las intenciones del gobierno. El gobierno interfirió porque consideraba a la leche como una necesidad vital. No quería restringir su oferta.

Ahora el gobierno tiene que enfrentar la alternativa: ya sea o abstenerse de nuevos esfuerzos por controlar los precios o bien agregar a su primera medida una segunda; por ejemplo, fijar los precios de los factores de producción necesarios para la producción de leche. Luego, se repite la misma historia en un plano más remoto: el gobierno, de nuevo, tiene que fijar los precios de los factores de producción necesarios para fijar los precios de los factores de producción, que son requeridos para producir leche. De esa forma el gobierno tiene que ir más y más allá, fijando los precios de todos los factores de producción -tanto humanos (mano de obra) como materiales- y obligando a cada empresario y trabajador a que continúen trabajando con esos precios y salarios. Ninguna rama de producción puede ser omitida de esta fijación integral de precios y salarios y de esa orden general de continuar la producción. Si se dejaran libres algunas ramas de producción, el resultado sería un desvío de capital y trabajo hacia ellas y una caída correspondiente en la oferta de bienes cuyos precios el gobierno ha fijado. A pesar de ello, son precisamente esos bienes que el gobierno considera como especialmente importantes para la satisfacción de las necesidades de las masas.

Pero, para cuando se logra este control integral de los negocios, ya la economía de mercado ha sido reemplazada por un sistema de economía planificada, por el socialismo. Por supuesto, este no es el socialismo de administración directa de todas las plantas por el gobierno, como en Rusia, sino el socialismo del patrón alemán o nazi.

Muchas personas se vieron fascinados por los presuntos éxitos del control de precios alemán. Dijeron: Usted sólo tiene que ser tan brutal y rudo como los nazis y usted tendrá éxito en controlar los precios. Lo que esta gente, deseosa de luchar contra el nazismo pero adoptando sus métodos, no vio, fue que los nazis no hicieron cumplir el control de precios dentro de una sociedad de mercado, sino que establecieron un sistema socialista pleno, una mancomunidad totalitaria.

El control de precios va contra el objetivo si es que se concentra en sólo algunas mercancías. No puede funcionar satisfactoriamente dentro de una economía de mercado. Si el gobierno no deriva de este fracaso, la conclusión de que debe abandonar todos los intentos de controlar los precios, debe ir más y más allá, hasta que sustituye la economía de mercado por una planificación socialista integral.

La producción puede ser guiada ya sea por los precios determinados en el mercado, de parte del público al comprar y de abstenerse de hacerlo. O bien, puede ser guiada por la oficina central de administración de la producción del gobierno. No hay una tercera solución disponible. No hay un tercer sistema social viable que no sea ni la economía de mercado ni el socialismo. El control del gobierno de sólo una parte de los precios debe resultar en un estado de cosas que -sin excepción- todo mundo considera como absurdo y contrario al objetivo. El resultado inevitable es el caos y el malestar social.

Es eso lo que los economistas tienen en mente al referirse a la ley económica y al aseverar que el intervencionismo va en contra de ella.

En una economía de mercado los consumidores son supremos. Su compra y su abstención de comprar determinan, en última instancia, qué producen los empresarios y en qué cantidad y calidad. Determinan directamente los precios de los bienes de consumo e indirectamente los precios de todos los bienes de producción; esto es, el trabajo y los factores materiales de producción. Determinan el surgimiento de ganancias y pérdidas y la formación de la tasa de interés. Determinan el ingreso de cada individuo. El punto focal de la economía de mercado es el mercado; esto es, el proceso de formación de los precios de las mercancías, tasas de salarios y de interés y sus derivados, las ganancias y pérdidas. Hace que todos los hombres, en su capacidad de productores, se comprometan con los consumidores. Esta dependencia es directa con los empresarios, capitalistas, agricultores y profesionales, e indirecta con la gente que trabaja por sueldos y salarios. El mercado ajusta los esfuerzos de todos aquellos involucrados en suplir las necesidades de los consumidores, a los deseos de aquellos para quienes produce, para los consumidores. Sujeta la producción al consumo.

El mercado es una democracia en la cual cada peso otorga un derecho de voto. Es cierto que los diversos individuos no tienen el mismo poder para votar. El rico emite más papeletas de votos que el compañero pobre. Pero, para ser rico y ganar un ingreso mayor, en la economía de mercado es ya el resultado de una elección previa. Las únicas formas de adquirir riqueza y de preservarla, en una economía no adulterada por privilegios y restricciones creadas por los gobiernos, son sirviendo a los consumidores de la manera mejor y más barata. Los capitalistas y los terratenientes que fracasen en dicho sentido, sufren pérdidas. Si no cambian su proceder, pierden su riqueza y se convierten en pobres. Son los consumidores quienes hacen pobres a los ricos y ricos a los pobres. Son los consumidores quienes fijan los salarios de una estrella de cine y de una cantante de ópera en un nivel superior a aquel de un soldador o de un contabilista.

Todo individuo es libre de estar en desacuerdo con el resultado de una campaña electoral o con el proceso de mercado. Pero, en una democracia, él no tiene otros medios para alterar las cosas más que por la persuasión. Si un hombre dijera: “A mí no me gusta el alcalde electo por un voto mayoritario; por tanto, pido al gobierno que lo reemplace por el hombre que prefiero,” uno difícilmente le llamaría demócrata. Pero, si ese mismo alegato fuera formulado respecto al mercado, la mayoría de la gente es demasiado sosa como para descubrir las aspiraciones dictatoriales involucradas.

Los consumidores han llevado a cabo sus elecciones y determinado el ingreso del manufacturero de zapatos, de la estrella de cine y del soldador. ¿Quién es el Profesor X para arrogarse a sí mismo el privilegio de derrocar la decisión de aquellos? Si no fuera él un dictador en potencia, no le pediría al gobierno que interfiera. Trataría de persuadir a sus compatriotas para que aumenten sus demandas de los productos de los soldadores y que reduzcan sus demandas de zapatos y películas.

Los consumidores no están preparados para pagar los precios de algodón que hicieran rentables a las granjas marginales; esto es, a aquellas que producen en las condiciones menos favorables. De hecho eso es muy desafortunado para los agricultores involucrados; deben descontinuar la siembra de algodón y tratar de integrarse por sí mismos de alguna otra forma en la totalidad de la producción.

Pero, ¿qué debemos pensar del gobernante que interfiere, mediante la coacción, para elevar el precio del algodón por encima del nivel que alcanzaría en el mercado libre? Lo que el intervencionista pretende es sustituir la elección de los consumidores por la presión de la policía. Todo este cuento: el estado debería hacer esto o lo otro, en última instancia significa: la policía debería obligar a los consumidores a comportarse de otra forma distinta de cómo lo harían espontáneamente. En propuestas tales como: elevemos los precios de los productos agrícolas, aumentemos las tasas de salarios, reduzcamos las ganancias, recortemos los salarios de los ejecutivos, el “nosotros” se refiere en última instancia a la policía. Aun así, los autores de estos proyectos protestan diciendo que están planificando por la libertad y la democracia industrial.

En la mayoría de los países no socialistas, a los sindicatos se les han dado derechos especiales. Se les permite impedir a no miembros para que trabajen. Se les consiente llamar a huelga y, cuando están en huelga, se encuentran virtualmente en libertad de usar la violencia contra todos aquellos que están preparados para continuar trabajando; esto es, los rompe-huelgas. Este sistema les otorga un privilegio ilimitado a aquellos que están involucrados en áreas vitales de la industria. Esos trabajadores, cuyas huelgas quitan el suministro de agua, luz, alimentos y otras necesidades, están en posición de obtener todo lo que quieran a expensas del resto de la población. Es cierto que en los Estados Unidos sus sindicatos, hasta el momento, han ejercido cierto grado de moderación en cuanto a tomar ventaja de esa oportunidad. Otros sindicatos estadounidenses y muchos europeos han sido menos cautelosos. Tienen como objetivo obligar a aumentos de salarios sin preocuparse acerca del desastre que inevitablemente resulta.

Los intervencionistas no son lo suficientemente listos como para darse cuenta que la presión y compulsión sindical son absolutamente incompatibles con cualquier sistema de organización social. El problema sindical no tiene comparación alguna con el derecho de los ciudadanos para asociarse entre sí, en asambleas y asociaciones; ningún país democrático niega este derecho a sus ciudadanos. Tampoco nadie disputa el derecho de un hombre de dejar de trabajar e ir a una huelga. La única pregunta es si se les debería dar o no el privilegio a los sindicatos de acudir a la violencia con impunidad. Ese privilegio no es menos incompatible con el socialismo que con el capitalismo. Ninguna cooperación social bajo la división del trabajo es posible cuando a algunas personas o sindicatos se les da el derecho de impedir, por la violencia y la amenaza de violencia, que otras personas trabajen. Cuando se imponen mediante la violencia, una huelga en ramas de producción esenciales o una huelga general, equivalen a una destrucción revolucionaria de la sociedad.

Un gobierno abdica si tolera el uso de la violencia por alguna agencia no-gubernamental. Si el gobierno abandona su monopolio de la coerción y de la compulsión, resultan condiciones anárquicas. Si fuera cierto que un sistema democrático de gobierno no está en capacidad de proteger incondicionalmente el derecho al trabajo de cada individuo, cuando desafía las órdenes de un sindicato, la democracia estaría condenada. Entonces, la dictadura sería el único medio para preservar la división del trabajo y evitar la anarquía. Lo que generó la dictadura en Rusia y Alemania fue precisamente el hecho de que la mentalidad de esas naciones hizo que no fuera viable, bajo condiciones democráticas, suprimir la violencia sindical. Los dictadores abolieron las huelgas y con ello quebraron el espinazo del sindicalismo laboral. En el imperio soviético no cabe duda acerca de que no haya huelgas.

Es una ilusión creer que el arbitraje en las disputas laborales puede llevar a los sindicatos al marco de la economía de mercado y que haga que su funcionamiento sea compatible con la preservación de la paz doméstica. La solución judicial de controversias es factible si hay un conjunto de reglas disponibles, según el cual los casos individuales pueden ser juzgados. Pero, si tal código es válido y sus provisiones son aplicadas a la determinación del nivel de las tasas salariales, ya no es más el mercado el que las fija, sino el código y aquellos que legislan en relación con él. Entonces, el gobierno es supremo y ya no más los consumidores cuando compran y venden en el mercado. Si tal código no existe, se carece de un estándar según el cual puede decidirse una controversia entre empleadores y empleados. Es vano hablar de salarios “justos” en ausencia de tal código. La noción de justicia no tiene sentido si no se relaciona con un estándar establecido. En la práctica, si los empleadores no ceden ante las amenazas de los sindicatos, el arbitraje es equivalente a la determinación de la tasa de salarios por un árbitro nombrado por el gobierno. El precio del mercado es sustituido por una decisión autoritaria perentoria. El tema es siempre el mismo: el gobierno o el mercado. No hay una tercera solución.

Las metáforas a menudo son muy útiles para dilucidar problemas complicados y hacerlos comprensibles para las mentes menos inteligentes. Pero, se convierten en engañosas y resultan en sinsentidos, si la gente se olvida de que toda comparación es imperfecta. Es una tontería tomar literalmente lenguas metafóricas y deducir de su interpretación, características del objeto que uno desea hacer más fácilmente entendible con su uso. No hay daño en la descripción de los economistas de la operación del mercado como automática y en su costumbre de hablar acerca de las fuerzas anónimas que operan en el mercado. Ellos no podían anticipar que alguien fuera tan tonto como para tomar literalmente esas metáforas.

No hay fuerzas “automáticas” y “anónimas” que accionan el “mecanismo” del mercado. Los únicos factores que dirigen al mercado y determinan precios son las acciones deliberadas de los hombres. No hay automatismo; hay hombres que conscientemente apuntan a fines elegidos y deliberadamente acuden a medios definidos para el logro de esos fines. No hay misteriosas fuerzas mecánicas; tan sólo existe la voluntad de cada individuo para satisfacer su demanda de los diversos bienes. No hay anonimidad; ahí estamos usted y yo y Bill y Joe y todo el resto. Y cada uno de nosotros se involucra tanto en la producción como el consumo. Cada uno contribuye con su parte a la determinación de los precios.

El dilema no es entre fuerzas automáticas y acción planificada. Está entre el proceso democrático del mercado, en donde cada individuo tiene su parte, y la orden exclusiva de un cuerpo dictatorial. Lo que sea que la gente haga en la economía de mercado, es la ejecución de sus propios planes. En ese sentido toda acción humana significa planificar. Aquellos que se llaman a sí mismos planificadores, lo que promueven no es la sustitución de la acción planeada en vez de dejar que las cosas sigan como hasta ahora. Es la sustitución de los planes de sus semejantes, por los planes propios del planificador. El planificador es un dictador potencial, que quiere privar a todas las demás personas de sus poderes para planear y actuar de acuerdo con sus propios planes. Él tiene una sola cosa en mente: la preeminencia absoluta y exclusiva de su propio plan.

No es menos errado declarar que un gobierno que no es socialista no tiene un plan. Cualquier cosa que un gobierno haga es la ejecución de un plan; esto es, de un diseño. Uno puede estar en desacuerdo con dicho plan. Pero, uno no debe decir que del todo ese no es un plan. El profesor Wesley C. Mitchell sostenía que el gobierno liberal británico “planificaba no tener un plan.” [5] No obstante, el gobierno británico en la era liberal ciertamente tenía un plan definido. Su plan era la propiedad privada de los medios de producción, la libre iniciativa y la economía de mercado. De hecho, Gran Bretaña fue muy próspera bajo este plan, que, de acuerdo con el profesor Mitchell, es un “no plan”.

Los planificadores simulan que sus planes son científicos y que entre gente decente y bien intencionada no puede haber desacuerdo en relación con ellos. Sin embargo, no hay tal cosa como un debería científico. La ciencia es competente para establecer lo que es. Nunca puede dictar qué debería ser y a cuáles fines debería apuntar la gente. Es un hecho que los hombres difieren en sus juicios de valor. Es una insolencia arrogarse uno mismo el derecho a prevalecer sobre los planes de otras personas y obligarlos a someterse al plan del planificador. ¿El plan de quién debería ejecutarse? ¿El plan del sindicato del Congreso de Organizaciones Industriales o aquellos de cualquier otra agrupación? ¿El plan de Trotsky o aquel de Stalin? ¿El plan de Hitler o aquel de Strasser? [Nota del traductor: Strasser es un político alemán nazi].

Cuando la gente se compromete con la idea de que en el campo de la religión sólo un plan debe ser adoptado, resultan guerras sangrientas. Con el reconocimiento del principio de libertad religiosa, esas guerras han cesado. La economía de mercado protege la cooperación económica pacífica, porque no usa la fuerza sobre los planes económicos de los ciudadanos. Si, en vez de los planes de cada ciudadano, se sustituye con un único plan maestro, deberá emerger una lucha sin límite. Aquellos quienes están en desacuerdo con el plan del dictador, no tienen otros medios para llevarlos a cabo más que derrotando al déspota, por la fuerza de las armas.

Es una ilusión creer que un sistema de socialismo planificado podría operar de acuerdo con los métodos democráticos de gobierno. La democracia está estrechamente ligada con el capitalismo. No puede existir en donde haya planificación. Permítanme referirme a las palabras del más eminente de los promotores contemporáneos del socialismo. El profesor Harold Laski declaró que la consecución del poder por el Partido Laborista británico en la forma parlamentaria normal, debe resultar en una transformación radical del gobierno parlamentario. Una administración socialista necesita “garantías” de que, en caso de una derrota electoral, su trabajo de trasformación no será “disturbado” por el rechazo. Por tanto, la suspensión de la Constitución es “inevitable.” [6] ¡Qué complacidos habrían estado Carlos I y Jorge III si hubieran sabido de las palabras del profesor Laski!

Sidney y Beatrice Webb (Lord y Lady Passfield) nos dicen que “en cualquier acción corporativa, la unidad de pensamiento leal es tan importante que, si es que algo ha de ser logrado, se debe suspender la discusión pública entre la promulgación de la decisión y el logro de esa tarea.” En el tanto en que “el trabajo está en progreso,” cualquier expresión de duda o incluso de temor de que el plan no será exitoso, es “un acto de deslealtad o incluso de traición.” [7] Ahora bien, debido a que el proceso de producción nunca cesa y algún trabajo siempre está en progreso y que siempre hay un objetivo por lograr, se deduce que un gobierno socialista nunca debe conceder libertad de expresión y de prensa alguna. “Una unidad de pensamiento leal,” ¡qué circunloquio rimbombante de los ideales de Felipe II y de la Inquisición! En este sentido, otro eminente admirador de los soviets, el señor T.G. Crowther, habla sin reserva alguna. Plenamente declara que la inquisición es “beneficiosa para la ciencia cuando protege a una clase en ascenso;” [8] esto es, cuando los amigos del señor Crowther acuden a ella. Se podría poner cientos de aforismos similares.

En la era victoriana, cuando John Stuart Mill escribió su ensayo Sobre la Libertad, a esos puntos de vista mantenidos por el profesor Laski, el señor y la señora Webb y el señor Crowther, se les llamó reaccionarios. En la actualidad son llamados “progresistas” y “liberales.” Por otra parte, personas que se oponen a la suspensión del gobierno parlamentario y las libertades de expresión y de prensa y al establecimiento de la inquisición, son despreciados por ser “reaccionarios,” “economistas monárquicos” y “fascistas.”

Aquellos intervencionistas que consideran al intervencionismo como un método para lograr, paso a paso, un socialismo pleno, al menos son consistentes. Si las medidas adoptadas fracasan en lograr los resultados benéficos que se esperan y terminan en el desastre, piden más y más intervención gubernamental, hasta que el gobierno haya copado plenamente la dirección de todas las actividades económicas. Pero, estos intervencionistas, que miran al intervencionismo como medio para mejorar al capitalismo y, por tanto, preservarlo, están totalmente confundidos.

A los ojos de esa gente, todos los efectos no deseados y no deseables de la interferencia gubernamental con los negocios, son provocados por el capitalismo. El simple hecho de que no les agrade que una medida gubernamental haya dado lugar a un estado de cosas, es para ellos una justificación de medidas adicionales. Por ejemplo, fracasan en darse cuenta que el papel que los esquemas monopólicos juegan en nuestra época, es resultado de la interferencia gubernamental, como son las tarifas y patentes. Abogan por la acción gubernamental para prevenir el monopolio. Difícilmente podría uno imaginar una idea más irreal. Porque los gobiernos que ellos piden que luche contra el monopolio, son los mismos gobiernos que están dedicados al principio del monopolio. Así, el gobierno estadounidense del Nuevo Trato se embarcó en organizar monolíticamente a cada rama de los negocios estadounidenses, por medio de la NRA (Nota del traductor; National Recovery Act, legislación para establecerlos), y procuró organizar la agricultura estadounidense como un vasto esquema monopolista, restringiendo la producción agrícola, con el objetivo de sustituir los precios de mercado menores por precios monopolísticos. Fue parte de diversos acuerdos de controles internacionales de mercancías, el establecer monopolios internacionales de diversas mercancías. Lo mismo es cierto con todos los otros gobiernos. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas también fue parte de algunos de esos acuerdos monopolísticos intergubernamentales. [9] Su repugnancia para colaborar con los países capitalistas no fue tan grande como para provocar que perdieran alguna oportunidad de impulsar al monopolio.

El proyecto de este intervencionismo contradictorio es la dictadura, supuestamente para hacer libre a la gente. Pero, la libertad por la cual esos proponentes abogan es para hacer las cosas “correctas;” esto es, las cosas que ellos propiamente quieren que se hagan. No sólo son ignorantes del problema económico involucrado. Carecen de la facultad del pensamiento lógico.

La justificación más absurda del intervencionista la brindan aquellos que miran al conflicto entre capitalismo y socialismo como si fuera una contienda acerca de la distribución del ingreso. ¿Por qué las clases dueñas de propiedad no deberían ser más sumisas? ¿Por qué se deberían oponer al diseño del gobierno de elevar la porción de los desfavorecidos, al decretar tasas de salarios mínimos y precios máximos y recortar las ganancias y tasas de interés a un nivel más “justo”? La flexibilidad en tales asuntos, dicen ellos, quitaría el viento que sopla las velas de los revolucionarios radicales y preservaría al capitalismo. Los peores enemigos del capitalismo, dicen ellos, son aquellos doctrinarios intransigentes, cuya defensa excesiva de la libertad económica, del laissez-faire y del Manchesterianismo, hacen que sean vanos todos los intentos de llegar a un compromiso con las peticiones del trabajo. Esos reaccionarios inflexibles son, por sí solos, responsables de la amargura de la lucha partidaria contemporánea y del odio implacable que genera. Lo que se necesita es sustituir a la actitud puramente negativa de los economistas monárquicos, por un proyecto constructivo. Y, por supuesto, “constructivo,” en los ojos de esa gente, es sólo el intervencionismo.

No obstante, este modo de razonar está enteramente viciado. Toma por un hecho que las diversas medias de interferencia gubernamental en los negocios, lograrán esos resultados beneficiosos que sus promotores esperan de ellas. Alegremente desprecian todo lo que la economía dice acerca de su inutilidad en lograr los fines buscados y sus consecuencias evitables e indeseables. La pregunta no es si las tasas de salarios mínimos son justas o injustas, sino, más bien, si provocan o no el desempleo de una parte de aquellos que están deseosos de trabajar. Al llamar justas a esas medidas, el intervencionista no refuta las objeciones elevadas, por parte de los economistas, en contra de su conveniencia. Simplemente despliega su ignorancia acerca del tema en cuestión.

El conflicto entre capitalismo y socialismo no es un certamen entre dos grupos de interesados en relación con el tamaño de las porciones que se les han de asignar a cada uno de ellos de una oferta definida de bienes. Es una contienda que tiene que ver con cuál sistema de organización social sirve mejor al bienestar humano. Aquellos que luchan contra el socialismo no lo rechazan porque envidian a los trabajadores por los beneficios que ellos (los trabajadores) supuestamente podrían lograr de un modo de producción socialista. Luchan contra el socialismo precisamente porque están convencidos de que le ocasionaría daño a las masas, al reducirlas al estatus de siervos pobres, enteramente a merced de dictadores irresponsables.

En este conflicto de opiniones, todo mundo debería decidirse y tomar una posición definitiva. Todos deben estar del lado ya sea de los proponentes de la libertad económica o de aquellos del socialismo totalitario. Uno no puede evadir este dilema, adoptando una presunta posición de mitad del camino; específicamente, el intervencionismo. Porque el intervencionismo no es una mitad del camino, ni un compromiso entre capitalismo y socialismo. Es un tercer sistema. Es un sistema en cuyo absurdo e inutilidad están de acuerdo no sólo todos los economistas, sino aun hasta por los marxistas.

No existe tal cosa como una defensa “excesiva” de la libertad económica. Por una parte, la producción puede ser dirigida por los esfuerzos de cada individuo para ajustar su conducta, de forma que de la forma más apropiada puedan llenar los deseos más urgentes de los consumidores. Esa es la economía de mercado. Por otra parte, la producción puede ser dirigida mediante un decreto autoritario. Si esos decretos tratan sólo algunos asuntos aislados de la estructura económica, fracasan en lograr los objetivos pretendidos y el resultado no le gusta ni a sus propios defensores. Si vienen con una regimentación generalizada, ellos se refieren a un socialismo totalitario.

Los seres humanos también deben escoger entre economía de mercado y socialismo. El estado puede preservar contra la violencia o la agresión fraudulenta a la economía de mercado, al proteger la vida, la salud y la propiedad privada; o puede controlar la conducción de todas las actividades productivas. Alguna agencia debe determinar lo que debería producirse. Si no son los consumidores, por medio de la demanda y la oferta en el mercado, debe ser el gobierno mediante la coacción.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

[5] Wesley C. Mitchell, “The Social Sciences and National Planning” en Planned Society, ed. Findlay Mackenzie (New York, 1937), p. 112.
[6] Laski, Democracy in Crisis (Chapel Hill, 1933), pp. 87–88.
[7] Sidney & Beatrice Webb, Soviet Communism: A New Civilization? (New York, 1936), Vol. II, p.p. 1038–39.
[8] T. G. Crowther, Social Relations of Science (London, 1941), p. 333.
[9] La colección de estos acuerdos publicados por la Oficina Internacional del Trabajo bajo el encabezado Acuerdos Intergubernamentales de Control de Mercancías (Montreal, 1943).