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Jorge Corrales Quesada
07/09/2017, 10:42
Un anterior comentario que traduje y publiqué en Facebook de Thomas DiLorenzo, titulado Fascismo Económico, atrajo el interés de muchos amigos que se reflejó en muy diversos y valiosos comentarios. Es por ello que ahora comparto otro artículo acerca del mismo tema escrito por el profesor DiLorenzo, que espero les atraiga tanto como el anterior y que permita ampliar sus intereses.


EL GÉNESIS DE LA POLÍTICA INDUSTRIAL

Por Thomas J. DiLorenzo
Foundation for Economic Education
Viernes 1 de junio de 1990


Este artículo es una adaptación de su libro (en inglés), Pavimentado de Buenas intenciones: El Nacionalismo Económico y la Política Industrial de los Estados Unidos (Cato Institute, 1990).

Recientemente, Milton Friedman propuso el siguiente silogismo que él considera caracteriza a mucho del pensamiento contemporáneo, acerca de las instituciones y la política económica: el Socialismo ha fracasado miserablemente siempre que se le haya intentado. El mundo entero sabe de esto. Por lo tanto, ¡el mundo necesita de más socialismo! Esta extraña cadena de “razonamiento” en ningún lado prevalece más que con las propuestas contemporáneas sobre una política industrial nacional –una planificación gubernamental de la economía, mediante una comisión “tripartita” de políticos, empresarios y líderes sindicales.

La así llamada política industrial fue rotundamente criticada por todos los economistas de la corriente principal [mainstream] -tanto por liberales como por conservadores- durante principios y mediados de la década de 1980. [Nota del traductor: en Estados Unidos, a diferencia de nuestro país y de Europa, el término liberal usualmente se asocia con propuestas de intervención estatal o extensión del estado dentro de la economía, en contraste con la posición liberal clásica. A su vez, el término conservador se suele usar para definir, entre otros, a quienes nos son liberales en ese último sentido]. Existe un amplio acuerdo en que aquella es “una casa a medio camino” entre la planificación central y una economía de mercado, tal como la describió Friedrich Hayek, la cual es fundamentalmente errónea: no es posible que los planificadores gubernamentales posean el conocimiento requerido para una asignación eficiente de recursos. Sólo el mercado y el sistema de precios pueden sintetizar eficientemente la masiva información que se requeriría. La idea de que un grupo de planificadores gubernamentales pueda imitar la asignación de recursos que hace el mercado, constituye lo que Hayek llama “la arrogancia fatal.”

Es más, en una democracia, los esquemas de planificación económica están destinados a ser influenciados más por un criterio político que uno económico. Una política industrial nacional subsidiaría sólo a las empresas, industrias y sindicatos políticamente poderosos, a expensas de un crecimiento económico menor.

A pesar de la avalancha de críticas y de los bien conocidos fracasos de todos los esquemas socialistas de planificación, las raíces filosóficas e ideológicas de la política industrial son profundas. Como el carácter “Jason” de las películas de horror del Viernes Trece, la idea nunca muere. La lógica, el razonamiento y la evidencia no parecen hacer que desaparezcan sus adherentes. Persistentemente vuelven a nombrar y re-empacar las mismas anticuadas nociones, esperando que ellas peguen tan sólo si se repiten una y otra vez. Consideren la historia reciente de la cruzada en favor de una política industrial proteccionista.

A medidos de la década de 1970, el economista Wassily Leontief convocó un “Comité para la Iniciativa de la Planificación Económica Nacional”, la que, por fortuna, nunca despegó. La frase “planificación económica nacional” era una reminiscencia clara del espectáculo de las economías “planificadas” de la Europa Oriental, la Unión Soviética y de todas partes, y el público estadounidense no deseaba tener parte alguna de eso.

Los proponentes de la política industrial regresaron a sus pizarras y se enfocaron en una serie de nuevas estrategias de mercadeo. Como lo reveló con candidez, Ira Magaziner, fuerte propulsor de la política industrial: “Algunos de nosotros empezamos a aumentar las preocupaciones en torno a la declinación de la base industrial de los Estados Unidos desde atrás, allá en el año 1977; a las soluciones se les llamó una política industrial, las que se convirtieron en una mala palabra. Bueno, el problema no desapareció, de forma que el concepto volvió a emerger como una ‘estrategia industrial.’ Luego hablamos de ‘políticas de competitividad’ y, más recientemente, de ‘estrategias impulsadas por la industria.’ Teníamos cuatro nombres diferentes para lo que deberíamos estar haciendo, sin estar haciendo cosa alguna.”

¿QUÉ HAY DETRÁS DE UN NOMBRE?

Existen otros eufemismos de política industrial, como “una democracia económica,... economía de la inversión,” así como “estrategia para unos Estados Unidos industrial”, que, el entonces candidato presidencial demócrata Michael Dukakis, trató de venderle al electorado en 1988.

Tengan certeza de que en el futuro se inventarán eufemismos más imaginativos para planificación económica nacional. Magaziner y Robert Reich de Harvard, entre otros, recientemente han publicado nuevos libros, en donde promueven las mismas pócimas de política industrial que ellos empezaron a esparcir hace una década y existe un fuerte apoyo para algún tipo de política industrial en las comunidades empresariales y en los movimientos sindicales. A pesar de los deseos de los economistas que favorecen al sistema de libre mercado, el asunto no es fácil que se desvanezca pronto.

¿Por qué existe un apoyo tan tenaz a una idea tan generalmente desacreditada? Una razón, me permito aseverar, es que los proponentes de la política industrial, por lo general, no conocen de economía y de historia. Pero, si tuvieran un entendimiento mayor de la historia doctrinal de la política industrial, podrían no ser tan entusiastas en torno a ella. Los orígenes de la política industrial se hallan en un sistema económico que, de otra forma, los proponentes de la política industrial aborrecerían –el Fascismo.

Los proponentes contemporáneos de la política industrial abogan por muchas de las políticas económicas prevalecientes en Italia y Alemania en los años de 1920 y 1930. Ellos no condonan la abolición de las libertades civiles y políticas, la adoración fanática del héroe, el anti-semitismo, la violencia y muchos otros males asociados con el Fascismo. Simplemente, no se dan cuenta de que: (1) el Fascismo constituyó una debacle económica, tanto como lo fue en lo social y en lo político; y (2) la economía Fascista fue casi idéntica a la así llamada política industrial.

PARALELOS AZAROSOS

El enfoque de “asociación” para la planificación económica nacional es uno de los sellos distintivos de la política industrial. Una publicación en 1989 del Sindicato de Trabajadores Unidos de la Industria Automovilística resume la propuesta familiar de un “desarrollo de una Oficina Nacional de Planificación Estratégica, conformada por representantes del gobierno, sindicatos, empresarios y otros, para fijar metas del desarrollo industrial de los Estados Unidos, así como de comités específicos en los cuales los representantes del trabajo, gobierno y empresarios, formularían planes para las industrias del automovilismo, acero y otras en los Estados Unidos.” Este plan supuestamente “reuniría al trabajo, la administración y al gobierno para que negocien una dirección para nuestra economía e industrias específicas.”

El apoyo empresarial para una política industrial se lo tipifica un reporte del Centro para la Política Nacional, titulado “Reconstruyendo la Competitividad de los Estados Unidos.” El reporte lo escribieron académicos, funcionarios del gobierno y empresarios, como Felix Rohatyn de Lazard Freres & Co., el anterior presidente de la DuPont, Irving Shapiro, y representantes de las empresas Chrysler y Burroughs, entre otros. Hace un llamado para “un enfoque nuevo hacia la política industrial” que está “basado en la cooperación del gobierno, con las empresas y el trabajo [lo cual se enfatiza en el original].” Tal cooperación sería institucionalizada con “una Oficina de Desarrollo Industrial, compuesta de líderes del gobierno, del trabajo y de los empresarios” quienes “desarrollarían estrategias cooperativas para promover el crecimiento industrial.”

Después, por supuesto, están los proponentes intelectuales de la policía industrial, como Robert Reich, Robert Solow, Lester Thurow y Bennett Harrison del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Barry Bluestone de la Universidad de Boston y otros más. Estos individuos están dentro de un número de académicos asociados con una organización de Washington D. C., llamada “Reconstruir a los Estados Unidos”, la cual promueve "asociaciones público-privadas entre gobierno, empresas y la academia.”

Pero, la idea de asociaciones gobierno/empresas no es nada nueva. De hecho, fue el corazón de la política económica alemana e italiana durante las décadas de 1920 y 1930. Como lo escribió el Fascista italiano Fausto Pitigliani en 1934, el Fascismo italiano agrupó a empresas y a sindicatos en “sindicatos legalmente reconocidos,” cuyo propósito era “asegurar la colaboración entre las diversas categorías de productores [esto es, patronos y trabajadores] en cada giro en particular...”

El vehículo mediante el cual el gobierno, las empresas y los sindicatos de trabajadores “coordinarían” sus planes, era una red de agencias de planificación económica del gobierno, que los Fascistas italianos llamaron “corporaciones.” Las corporaciones se organizaban a lo largo de una industria y tenían como objetivo “asegurar la colaboración permanente entre patronos y trabajadores.” Estas corporaciones eran la versión de Mussolini de las comisiones tripartitas, por las que abogan los proponentes de la política industrial contemporánea.

En la Italia Fascista existía un Consejo Nacional, que el autor Fascista Gaetano Salvemini sostuvo que se estableció “para ejercitar una influencia considerable sobre el desarrollo de los medios de producción en la vida económica nacional de Italia.” Otro apologista Fascista Luigi Villari, escribió en 1932 que tales asociaciones de empresas y gobiernos promovían “un espíritu nacional de colaboración que no habría sido posible bajo ningún otro sistema.” El Consejo Nacional suena casi idéntico a las “Oficinas de Planificación Estratégica Nacional” del Sindicato de Trabajadores Unidos de la Industria Automovilística (UAW).

El gobierno nacional-socialista (Nazi) de Alemania estableció su propio esquema de planificación, muy similar al sistema italiano (y a las propuestas contemporáneas de política industrial). Tal como lo describió el historiador Franz Newman, existía una “Cámara Económica Nacional,” cuyo deber era “coordinar el marco funcional y territorial” de la industria. Esta Cámara Económica Nacional era el supervisor federal de numerosas cámaras locales, similares al sistema Fascista italiano.

En una declaración, que bien podría haber sido escrita por alguno de los proponentes contemporáneos de la política industrial, el periódico alemán Deutsche Volkswirt explicó en 1933, que el objetivo de estas instituciones era “darle a la industria privada las posibilidades y tareas para una colaboración de más amplio alcance.” Según el ministro Nazi de Economía Nacional, “Nuestra tarea está limitada a coordinar, con la idea actual del gobierno nacional, la organización del enorme campo de la administración de empresas de Alemania.” Al igual que en la literatura de política industrial, las palabras “cooperación” y “colaboración” eran utilizadas repetidamente por los Fascistas alemanes e italianos.

EL ARGUMENTO DE “UNIDAD DE OBJETIVOS”

Uno de los argumentos más persistentes formulados por los proponentes de una política industrial nacional va más o menos así: Ya tenemos políticas industriales -regulación, subsidios directos, proteccionismo, subsidios crediticios, exenciones impositivas para ciertas industrias- pero son demasiado ad hoc, se superponen, van poco a poco y algunas veces son contradictorias. Lo necesario es más bien un plan industrial nacional o centralizado, con objetivos claramente definidos e inalterables.

Tal como lo escribió Lester Thurow: “Ya tenemos políticas industriales... La única pregunta válida es sí los Estados Unidos tienen políticas industriales por la puerta del frente, en donde conscientemente intentamos diseñar una estrategia para darle a los Estados Unidos una economía viable de clase mundial o si fracasamos en reconocer lo que estamos haciendo y que tenemos políticas industriales por la puerta de atrás, con una adopción caso por caso.”

El anterior consejero de política interna de Carter, Stuart Eizenstat proclamó que una política industrial nacional “sería una organización más efectiva que lo que cada Presidente desde George Washington ha estado haciendo de manera gradual y descoordinada.” Y el Centro para la Política Nacional dice que “aseverar que el gobierno no debería tener políticas industriales es ignorar el hecho de que sí lo hace.” De lo que se carece, según el Centro, “es de esfuerzos para coordinar... todas las diferentes políticas.” Afirmaciones similares se repiten una y otra vez en la literatura de la política industrial.

De nuevo, ese pensamiento es casi idéntico a lo que estaba siendo dicho en Italia y Alemania en los años de 1920 y 1930. El propio Mussolini afirmó en 1934 que la intervención gubernamental en la economía italiana era “demasiado heterogénea, variada y contrastante. Había un intervención no orgánica, de caso por caso, según fuera la necesidad.” El Fascismo, supuestamente, “remediaría” eso, escribió Mussolini, porque prometía “introducir el orden en el campo económico” y dirigiría la economía hacia “ciertos objetivos determinados.”

Todo el objetivo del aparato de planificación económica italiano, según Pitigliani, era darle a la industria “una unidad de objetivos” y “juntar bajo una administración única a las fuerzas productivas de la nación.” En otras palabras, la admiración por la planificación central es una de las cosas que los proponentes de la política industrial, tienen en común con los Fascistas de inicios del siglo XX.

LOS FRACASOS INHERENTES A LA POLÍTICA INDUSTRIAL

La esencia de la política industrial de Alemania e Italia a inicios del siglo XX (y de las propuestas contemporáneas para una política industrial) era que gobierno, empresas y sindicatos intentaran “colaborar para coordinar” la economía, en nombre del interés público. Presuntamente no se podía confiar en que consumidores individuales, empresas, inversionistas y trabajadores sirvieran al interés nacional, en vez de los intereses individuales. “La función de la empresa privada,” escribió Pitigliani, “se evalúa desde el punto de vista del interés público y, por tanto, un propietario o un director de un proyecto de negocios es responsable ante el Estado por su política de producción.” Cincuenta años más tarde, el Centro de Política Nacional similarmente propuso una “Oficina de Desarrollo Industrial,” la cual “identificaría los sectores de la economía cruciales para el interés nacional” y brindaría “el apoyo público [esto es, de los contribuyentes] como parte de una estrategia general de desarrollo.” El tema del nacionalismo económico permea tanto a la literatura acerca de la política industrial, así como a la literatura del Fascismo.

A pesar de la retórica del interés público, la colaboración empresa/gobierno en Alemania e Italia fue una conspiración gigantesca contra el público. Empresas y gobiernos colaboraron para ordeñar a los contribuyentes para dar subsidios a las grandes empresas y para establecer un vasto sistema de carteles aprobados por el gobierno. Como lo escribió un desilusionado Gaetano Silverini en 1936, aunque la Fascista “Carta Constitutiva del Trabajo dice que la empresa privada es responsable ante el estado... es el estado, esto es, el contribuyente, quien se han convertido en responsable de la empresa privada. En la Italia Fascista el estado paga por las equivocaciones de la empresa privada.”

En tanto en que a los negocios les iba bien, escribió Salvemini, “la ganancia se quedaba en la iniciativa privada.” La pérdida, no obstante, “es pública y social.” Mussolini se jactó en 1934 de que “tres cuartas partes del sistema económico italiano, tanto industrial como agrícola, habían sido subsidiados por el gobierno.” Al subsidiar al fracaso empresarial en una escala tan grande, el Fascismo italiano garantizó que hubiera una economía quebrada.

Tal colaboración empresa/gobierno también creó un sistema de monopolios por medio de una regulación masiva, que podía prohibir la creación de nuevas fábricas o el desarrollo de las plantas existentes. Como lo reportó la revista The Economist del 27 de julio de 1935, el italiano “Estado Corporativo tan sólo equivale al establecimiento de una nueva y costosa burocracia, de la cual aquellos industriales que pueden gastar el monto necesario, casi pueden obtener todo lo que quieren y poner en vigencia prácticas monopólicas de la peor clase...”
También existía una “puerta giratoria” entre gobierno e industria -la práctica familiar de los burócratas gubernamentales sirviendo subsidios a la industria y luego retirándose del gobierno para asumir empleos bien pagados, en las industrias que previamente habían estado “regulando”.

La política industrial alemana también glorificó la noción de una colaboración empresa/gobierno, pero eso también fue nada más que el proteccionismo más grosero. Las regulaciones prohibieron recortar precios y establecieron un sistema de monopolios patrocinado por el gobierno, descrito por Hayek como “una especie de organización sindicalista o de ‘un corpus de cinco’ de la industria, en donde la competencia era más o menos suprimida, pero la planificación se dejaba en manos de los monopolios independientes de las distintas industrias.” La colaboración gobierno/empresa, admitió un economista Nazi, “le da un poder al cartel que nunca podría ser logrado a través de una base voluntaria.”
LECCIONES DE LA HISTORIAUno no necesita ir tan atrás en la historia como hasta la Italia de Mussolini o a la Alemania Nazi para observar como la colaboración entre gobierno, empresas y sindicatos alimenta la corrupción y la monopolización. Los escándalos recientes de la Secretaría de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD) y de las empresas de ahorro y préstamo en Estados Unidos, son ejemplos de los fracasos inherentes a la colaboración gobierno/industria. En cada caso, funcionarios de empresas y gobierno colaboraron para beneficiarse personalmente a enormes expensas del público contribuyente en general.

En 1978, la administración Carter puso en marcha un ejemplo de libro de texto del enfoque de asociación para la política industrial. “Cooperó” con el Sindicato Unido de Trabajadores del Acero y con varias compañías acereras, para que se les otorgaran $265 millones como garantías para préstamos a las empresas, por medio de la Administración de Desarrollo Económico (EDA) del gobierno federal. Supuestamente el objetivo era salvar 50.000 empleos en cuatro compañías. Para 1987, todos los cuatro préstamos habían caído en default, dos de las empresas habían quebrado y las otras dos habían hecho solicitud para poder ir a quiebra. Los contribuyentes perdieron $265 millones y no se “salvó” ni un empleo en la industria del acero.

Ya para abril de 1989, el 55 por ciento de la cartera de préstamos de la EDA estaba en delincuencia, con cientos de millones de dólares en préstamos malos. La propia administración del EDA admitió que su programa de préstamos “tendría que ser considerado como un fracaso” y que es “un ejemplo excelente de la idiotez inherente a los programas de política industrial.”

La regulación del transporte de carga en camiones por parte de la Comisión de Comercio Interestatal, que hizo de la industria del transporte un cartel, es otro ejemplo de lo que uno puede esperar con una política industrial intervencionista. Las empresas de ese transporte, el sindicato de camioneros y el gobierno contribuyeron para construir barreras al ingreso al negocio del transporte de carga en camiones, con un elevado costo para consumidores y competidores potenciales. La regulación de las aerolíneas por la Junta de Aviación Civil fue otro ejemplo de un cartel de política industrial.

El proteccionismo es un ejemplo de la colaboración empresa/sindicato/gobierno con el objetivo de organizar una conspiración para fijar precios en contra del público. Tal como lo escribió Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, los empresarios rara vez se reúnen, incluso para divertirse o entretenerse, si no es que la conversación se convierte en algún tipo de conspiración en contra del público.

Los carteles privados son notoriamente inestables. En consecuencia, los monopolistas siempre han favorecido la “cooperación” entre empresa, gobierno y sindicatos. Sólo los poderes coercitivos del estado pueden garantizar la supervivencia del cartel organizado privadamente. De esa forma, el monopolio es a menudo el resultado de las asociaciones gobierno/industria.

Al irse esclareciendo el registro histórico de las políticas industriales intervencionistas, predigo que el siguiente silogismo describirá las actitudes de los proponentes de la política industrial; las políticas industriales intervencionistas han sembrado el monopolio, la corrupción y el estancamiento económico siempre que han sido intentadas. El mundo entero sabe de esto. Por tanto, ¡necesitamos más política industrial! La máxima de Santayana, de que aquellos que fracasan en aprender las lecciones de la historia, pueden volver a vivir sus errores, es particularmente relevante para el debate actual en torno a la política industrial.

Thomas DiLorenzo es autor y profesor de economía en la Universidad Loyola en Maryland.