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Jorge Corrales Quesada
03/09/2017, 22:02
El tema del control de precios siempre ha atraído mi atención profesional. Incluso en 1984 escribí un libro titulado “Inflación y Control de Precios” (Editorial STVDIVM, Universidad Autónoma de Centro América) en que una gran porción de él lo dedico al análisis de experiencia histórica con el control del precios y su aplicación a casos de mercados concretos. Ante la conversación que he mantenido en días recientes, en torno a propuestas para instaurar controles de precios, me parece que el artículo que aquí les traduzco, resume mucho de la racionalidad económica para oponerse a tales propuestas, exponiendo los efectos económicos nocivos que puede generar.

EL CONTROL DE PRECIOS
Por Hugh Rockoff
The Concise Encyclopedia of Economics
2008

Desde épocas antiguas los gobiernos han estado tratando de fijar precios mínimos o máximos. El Antiguo Testamento prohibía los intereses sobre los préstamos a los compatriotas israelitas; los gobiernos medievales fijaron precios máximos al pan y, en años recientes, los gobiernos en los Estados Unidos han fijado el precio de la gasolina, de los alquileres de apartamentos en la Ciudad de Nueva York y de los salarios de los trabajadores no calificados, tan sólo para mencionar unos pocos. En otras ocasiones, los gobiernos van más allá de fijar precios específicos y tratan de controlar el nivel general de precios, tal como se hizo en los Estados Unidos durante las dos guerras mundiales y la Guerra de Corea y por la administración Nixon entre 1971 y 1973.

La atracción de los controles de precios es entendible. Aun cuando fracasan en proteger a muchos consumidores y dañan a otros, los controles animan la esperanza de proteger a grupos que están siendo particularmente presionados para soportar los aumentos en los precios. Así, la prohibición contra la usura -cargar altos intereses sobre préstamos- se intentó para proteger a alguien que se viera obligado a pedir prestado resultado de la desesperación; el precio máximo al pan se supone que protegería al pobre, quien dependía del pan para sobrevivir y los controles de los alquileres se supone que protegerían a quienes estaban alquilando, al exceder la demanda de apartamentos a su oferta y dueños prestos a “atracar” a sus inquilinos.

No obstante, a pesar del uso frecuente de controles de precios y a pesar de su atractivo, los economistas generalmente se oponen a ellos, excepto, tal vez, durante períodos muy breves en emergencias. En una encuesta publicada en 1992, el 76.3 por ciento de los economistas entrevistados estuvo de acuerdo con la afirmación: “Un tope a los alquileres reduce la cantidad y la calidad de la vivienda disponible.” Un 16.6 por ciento estuvo de acuerdo con ciertas reservas y sólo un 6.5% mostró su desacuerdo. Resultados similares se obtuvieron al preguntársele a los economistas acerca de los controles en general: sólo un 8.4 por ciento estuvo de acuerdo con la afirmación: “Los controles de precios y salarios son una opción útil de política para controlar la inflación.” Un 17.7 por ciento adicional estuvo de acuerdo con reservas, pero, una mayoría significativa, el 73.9 por ciento, estuvo en desacuerdo (Alston et. al. 1992, p. 204).

La razón por la que la mayoría de los economistas son escépticos ante controles de precios es porque distorsionan la asignación de recursos. Parafraseando un comentario de Milton Friedman, los economistas, podrán no saber mucho, pero sí saben cómo producir una escasez o un excedente. Precios tope, que previenen que los precios superen un cierto máximo, ocasionan escaseces. Precios de sustentación, que prohíben que los precios caigan por debajo de un cierto mínimo, ocasionan excedentes, al menos por un tiempo. Suponga que la oferta y la demanda de harina de trigo están balanceadas al precio actual y que, entonces, el gobierno pone un precio máximo menor al actual. La oferta de harina descenderá, pero su demanda aumentará. El resultado será un exceso de demanda y mostradores vacíos. Aun cuando algunos consumidores serán lo suficientemente afortunados en comprar harina al precio menor, otros se verán obligados a pasarse sin ella.

Debido a que los controles impiden que el sistema de precios racione la oferta disponible, algún otro mecanismo debe tomar su lugar. Una fila, en alguna ocasión una vista familiar en las economías controladas de la Europa Oriental, es una posibilidad. Cuando los Estados Unidos pusieron precios tope a la gasolina en 1973 y en 1979, las gasolineras la vendieron con base en que el primero que llega, primero que se sirve y los conductores tuvieron que esperan en largas filas para comprarla, recibiendo en el proceso un poco de cómo era la vida en la Unión Soviética. El precio verdadero de la gasolina, el cual incluía tanto el pago en efectivo como el tiempo desperdiciado esperando en la fila, era a menudo más alto de lo que habría sido, si el precio no se hubiera controlado. Por ejemplo, en 1979, los Estados Unidos fijaron el precio de la gasolina en alrededor de $1.00 el galón. Si el precio de mercado hubiera sido de $1.20, un chofer que compraba diez galones aparentemente se habría ahorrado $0.20 por galón; o sea, $2.00. Pero, si el chofer tuviera que esperar en una fila durante treinta minutos para comprarla, y si su tiempo valiera $8.00 la hora, el verdadero costo habría sido de $10.00 por la gasolina y de $4.00 por el tiempo que esperó, a un costo global de $1.40 el galón. Por supuesto, algo de gasolina habría sido reservado para amigos, para clientes de mucho tiempo de la gasolinera, para los políticamente conectados y para aquellos que estaban dispuestos a pagar un poquito adicional como mordida.

Los incentivos para evadir los controles siempre están presentes y las formas que la evasión puede asumir son ilimitadas. La forma específica depende de la naturaleza del bien o servicio, de la organización de la industria, del grado de aplicación de la imposición por parte del gobierno, etcétera. Una de las formas más simples de evasión es el deterioro en la calidad. En los Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial, se agregó grasa a la hamburguesa, las barras de dulces se hicieron más pequeñas y con ingredientes inferiores y los dueños de apartamentos con rentas congeladas redujeron su mantenimiento. El gobierno puede atacar el deterioro de la calidad, emitiendo estándares específicos para los productos (la hamburguesas deben tener tanto de carne magra, los apartamentos deben ser pintados una vez al año, etcétera) y mediante una vigilancia y aplicación de la regulación por parte del gobierno. Pero, eso significa que la burocracia que controla precios tiende a hacerse más grande, más invasiva y más onerosa.

Algunas veces surgen formas de evasión más sutiles. Una es la venta amarrada. Para comprar harina de trigo al precio oficial durante la Primera Guerra Mundial, a los consumidores a menudo se les requirió comprar cantidades no deseadas de harina de centeno o de papa. Otro es “cambiar hacia líneas más costosas”. Considere a un manufacturero que produce un bien de calidad inferior, una línea de menor precio vendida en grandes volúmenes con un margen pequeño, y una línea de mayor calidad a un mayor precio, vendida en pequeñas cantidades a un margen mayor. Al introducir el gobierno precios tope y ocasiona una escasez de ambas líneas, el manufacturero puede descontinuar la línea de menor precio, ocasionando que el consumidor tenga “que cambiar hacia” la línea de precio mayor. Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos llevó a cabo numerosos intentos para obligar a los manufactureros de ropa, a que continuaran produciendo líneas de menor precio.

No sólo los productores tienen un incentivo para aumentar los precios, sino que, también, algunos consumidores tienen un incentivo para pagarlos. El resultado puede ser pagos colaterales (como, por ejemplo, una mordida al superintendente de un edificio de alquileres controlados) o bien puede ser que surja un mercado negro pleno, en el que los bienes son comprados y venidos clandestinamente. Los precios en los mercados negros pueden estar por encima no sólo del precio oficial, sino incluso del precio que prevalecería en un mercado libre, debido a que los compradores se encuentran usualmente desesperados y porque los vendedores enfrentan penas si sus transacciones son detectadas y este riesgo se refleja en el precio.

El costo evidente de las filas, la evasión y los mercados negros a menudo conduce a que los gobiernos impongan alguna forma de racionamiento. La más sencilla es un cupón, que le permite a un consumidor adquirir una cantidad fija del bien controlado. Por ejemplo, cada chofer puede recibir un cupón que le permite comprar un juego de llantas nuevo. El racionamiento resuelve algunos de los problemas de la escasez creada por los controles. Los productores ya no encuentran fácil dirigir sus suministros hacia el mercado negro, pues deben tener tiquetes de racionamiento que empatan con su producción; los distribuidores ya no tendrán más un incentivo para aceptar mordidas o exigir ventas amarradas y los consumidores tienen un incentivo menor para pagar precios más altos, debido a que se les asegura una cantidad mínima. El racionamiento, como lo señalaron Forrest Capie y Geoffrey Wood (2002), incrementa la integridad y eficiencia de un sistema de control de precios.

A pesar de ello, el racionamiento viene con un costo. El gobierno debe comprometerse con el difícil trabajo de ajustar las raciones a ofertas y demandas fluctuantes y a las necesidades de consumidores individuales. En tanto que una ración igual para cada consumidor tiene sentido en unos pocos casos -ejemplo clásico es el del pan en una ciudad bajo sitio- la mayoría de los programas de racionamiento deben enfrentar el problema de que los consumidores varían ampliamente. Una solución es adecuar la ración a las necesidades de los individuos: a la gente que tiene que conmutar una larga distancia para ir a trabajar, se le puede dar una ración mayor. En la Segunda Guerra Mundial, oficinas comunales en los Estados Unidos tenían el poder para permitir raciones extra de gasolina a individuos particularmente necesitados. Es obvio el peligro del favoritismo y la corrupción con tal esquema, en particular si se le continúa después de que se erosiona el espíritu patriótico. Una forma de aminorar algunos problemas creados por el racionamiento, es permitir que sea un mercado libre el que racione los tiquetes. El libre intercambio de tiquetes de racionamiento tiene las ventajas de brindar un ingreso mayor adicional a los consumidores que venden sus tiquetes extra y mejorar el bienestar de aquellos que los compran. No obstante, un “mercado blanco” en el racionamiento de tiquetes, no hace nada por estimular una producción adicional, objetivo que puede ser logrado removiendo los controles de precios. También, un mercado blanco de tiquetes de racionamiento no necesariamente hará que el producto sea dirigido a las mismas regiones del país, en donde los tiquetes son vendidos. Así, un mercado blanco no necesariamente eliminará las escaseces regionales.

Con todos los problemas generados por los controles, bien podemos preguntar por qué ellos son alguna vez instaurados y por qué siempre se mantienen por tanto tiempo. En parte, la respuesta es que la gente no siempre vislumbra los ligámenes entre los controles y los problemas que estos crean. La eliminación de líneas de mercancías de menores precios puede simplemente ser interpretada como un desprecio deleznable por los pobres, en vez de una consecuencia de los controles. Pero, los controles de precios casi siempre benefician a un subconjunto de consumidores, quienes pueden gozar de un atractivo particular de simpatía pública y los que, en todo caso, tienen un fuerte interés en hacer presión a favor de los controles.

Las leyes de salarios mínimos crean desempleo entre los no calificados o los lanzan al mercado negro, pero los salarios mínimos elevan el ingreso de aquellos trabajadores pobres que quedan empleados en los mercados regulados. Los controles de alquileres dificultan que la gente joven obtenga un apartamento, pero mantiene reducido el alquiler para aquellos que ya tienen un apartamento, cuando se instituyen los controles.

Los controles generales de precios -controles sobre los precios de muchos bienes- a menudo se instauran cuando el público se alarma por una inflación fuera de control. En el siglo XX, la guerra frecuentemente ha sido la ocasión para poner controles generales de precios. Aquí se puede formular el caso de que los controles tienen un beneficio psicológico positivo que sobrepasa a los costos, al menos en el corto plazo. Una inflación que se eleva, puede conducir a compras de pánico, huelgas, animosidad en contra de minorías raciales o étnicas, percibidas como beneficiadas ante la inflación, etcétera. Los controles de precios hacen una contribución positiva en cuanto a calmar esos temores, particularmente si el patriotismo puede ser considerado que limita a la evasión. Ese fue el caso limitado a favor de controles que formuló Frank W. Taussig, miembro del Comité de Fijación de Precios durante la Primera Guerra Mundial, en su famoso ensayo “Price-Fixing as seen by a Price-Fixer.” A finales de la Segunda Guerra Mundial, más de cincuenta economistas importantes, incluso amigos del libre mercado, como Frank H. Knight y Henry Simons, escribieron en el New York Times (9 de abril de 1946, p. 23) pidiéndole al Congreso continuar los controles por otro año más, hasta que las ofertas y las demandas estuvieran cerca del equilibrio, para prevenir la espiral de inflación que temían que surgiría una vez que de pronto los controles se removieran.

No obstante, la mayoría de la inflación, incluso en épocas de guerra, se debe a políticas monetarias y fiscales inflacionarias, en vez de serlo por compras de pánico. En el grado en que los controles de la época de guerra suprimen aumentos de precios producidos por las políticas monetarias y fiscales, los controles sólo pueden posponer la hora de la verdad, convirtiendo lo que habría sido una inflación constante durante un período de inflación lenta, en una inflación más rápida. También, parte de la aparente estabilidad de los índices de precios bajo los controles de precios durante la guerra, son ilusorios. Todos los problema con los controles de precios -filas, evasión, mercados negros y racionamiento- elevan el precio verdadero de los bienes a los consumidores y esos efectos son sólo parcialmente tomados en cuenta, al medirse los índices de precios. Cuando los controles son removidos, la inflación oculta es revelada.

La inflación es extremadamente difícil de contener por medio de controles generales, en parte porque el intento de limitar mediante el control a un sector administrable de la economía, es usualmente frustrante. John Kenneth Galbraith, en A Theory of Price Control, basado en su experiencia como subdirector de la Oficina de Administración de Precios durante la Segunda Guerra Mundial, afirmó que los precios de bienes producidos por grandes oligopolios industriales eran relativamente fáciles de controlar. Estas empresas tenían un número alto de administradores que podían ser presionados para ingresar al servicio militar –es más, de administradores que estaban deseosos de trasladar su obediencia a sus patronos, hacia el gobierno, al menos durante la guerra. Galbraith exageró el poder de mercado de las grandes firmas, la mayoría de las cuales estaban en industrias altamente competidas. Pero, aún si hubiera estado en lo correcto acerca del poder de mercado de esas empresas, el problema de imponer controles limitantes a un sector en particular de la economía, es que, cuando la demanda está aumentando, tiende a trasladarse del sector controlado al no controlado, forzando a que los precios en el sector no controlado se eleven más rápido que antes. Los recursos siguen a los precios y la oferta tiende a elevarse en el sector no controlado a expensas de la oferta del sector controlado. Así, un gobierno que empieza por controlar los precios en bienes seleccionados, tiende a terminar en controles generalizados. Esto sucedió en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. El intento de confinar los controles a un sector limitado de industrias altamente concentradas, simplemente no funcionó.

Un segundo problema con los controles generales es la opción que surge entre la necesidad de tener un programa sencillo, generalmente percibido como justo y la necesidad de tener flexibilidad para mantener la eficiencia. Crear la impresión de justicia requiere mantener constantes a la mayoría de los precios, pero la eficiencia requiere que se tenga que hacer cambios frecuentes. No obstante, los ajustes en los precios relativos, sujetan a la burocracia que administra los controles a una lluvia de presiones y de quejas por injusticias. Este conflicto se presentó claramente durante la experiencia estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. Al principio, los precios relativos fueron cambiados frecuentemente por el consejo de economistas, quienes mantuvieron que eran necesarios para eliminar problemas en mercados específicos. Sin embargo, quejas crecientes acerca de que el programa era injusto y que no estaba deteniendo a la inflación, condujeron al presidente Franklin D. Roosevelt a su famosa orden de “no cedan,” emitida en abril de 1943, la que congeló la mayoría de los precios. Cualesquiera sus defectos como política económica, la orden de no ceder era fácil de justificar ante el público.

El mejor caso para imponer controles generales de precios en tiempo de paz descansa en la posibilidad de que los controles puedan facilitar la transición de una inflación alta hacia otra más baja. Si se introduce una política monetaria restrictiva después de un largo período de inflación, el efecto a largo plazo será que precios y salarios aumenten más lentamente. Pero, en el corto plazo, algunos precios continuarán aumentando a la tasa previa. También, los salarios pueden continuar su aumento, debido a contratos a largo plazo o porque los trabajadores fracasan en apreciar la extensión del cambio de política y, por tanto, continúan pidiendo salarios mayores de los que alternativamente pedirían. Precios y salarios crecientes pueden mantener al producto y al empleo por debajo de su potencial. El control de precios y salarios puede limitar estos costos temporales de la desinflación, al prohibir incrementos salariales que estén fuera de línea con las nuevas tendencias de precios y salarios. Bajo este punto de vista, la política monetaria es la operación que cura a la inflación y los controles de precios y salarios son la anestesia que suprime al dolor.

Pero, este mejor caso en favor del control de precios es débil. El peligro es que el analgésico pueda ser el equivocado para la cura. A los ojos del público, los controles de precios liberan a la autoridad monetaria de la responsabilidad por la inflación. Como resultado, las presiones sobre la autoridad monetaria para evitar la recesión pueden conducir a una continuación e incluso una aceleración del crecimiento excesivo de la oferta monetaria. Algo como esto pasó en Estados Unidos, con los controles impuestos por el presidente Richard M. Nixon en 1971. Aun cuando los controles se justificaron con base en que estaban siendo empleados para “ganar tiempo,” mientras curas más críticas se ponían en marcha, la política monetaria continuó siendo expansiva, incluso tal vez más ahora que antes.

El estudio de los controles de precios enseña importantes lecciones acerca de los mercados libremente competitivos. Al examinar los casos en donde los controles han impedido que funcione el mecanismo de los precios, obtenemos una mejor apreciación de su elegancia y eficiencia usual. Esto no significa que no haya circunstancias en que controles temporales pueden ser efectivos. Pero, una lectura adecuada de la historia económica muestra qué tan raras son esas circunstancias.

ACERCA DEL AUTORHugh Rockoff es profesor de economía en la Universidad de Rutgers, en Nueva Brunswick, Nueva Jersey y un investigador asociado del National Bureau of Economic Research.

LECTURAS ADICIONALESAlston, Richard M., J. R. Kearl & Michael B. Vaughan. “Is There a Consensus Among Economists in the 1990’s?” American Economic Review 82 (1992): 203–209.
Capie, Forrest, & Geoffrey Wood. “Price Controls in War and Peace: A Marshallian Conclusion.” Scottish Journal of Political Economy 49 (2002): 39–60.
Clinard, Marshall Barron. The Black Market: A Study of White Collar Crime. New York: Rinehart, 1952.
Galbraith, John Kenneth. A Theory of Price Control. Cambridge: Harvard University Press, 1952.
Grayson, C. Jackson. Confessions of a Price Controller. Homewood, Ill.: Dow Jones–Irwin, 1974.
Jonung, Lars. The Political Economy of Price Controls: The Swedish Experience 1970–1987. Brookfield, Mass.: Avebury, 1990.
Rockoff, Hugh. Drastic Measures: A History of Wage and Price Controls in the United States. New York: Cambridge University Press, 1984.
Schultz, George P., & Robert Z. Aliber, eds. Guidelines: Informal Controls and the Market Place. Chicago: University of Chicago Press, 1966.
Taussig, Frank W. “Price-Fixing as Seen by a Price-Fixer.” Quarterly Journal of Economics 33 (1919): 205–241.