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Jorge Corrales Quesada
03/09/2017, 18:15
Este es el primero de una serie (anteriormente publiqué aisladamente otros tres) de artículos que traduzco escritos por economistas que nos permitirán entender más conceptos esenciales del comercio internacional. Luego seguiré gradualmente con otros que espero estimulen su interés en un asunto crucial.

LIBRE COMERCIO Y GLOBALIZACIÓN: MÁS QUE “SÓLO COSAS”

Por Donald J. Boudreaux
The Encyclopedia or Economics and Liberty
1 de noviembre del 2010


El argumento económico típico en favor del libre comercio se enfoca en la prosperidad material incrementada, que el comercio crea para casi todo mundo. En tanto que este argumento es poderoso y es respaldada por un soporte empírico abrumador, tiende a dejar fría a mucha gente. Una reacción común hacia los argumentos en favor del libre comercio, puede ser: “Ustedes los economistas tan sólo están interesados en precios bajos y en más cosas; en la vida hay más que cosas.”

Sin embargo, de hecho, el caso en favor del libre comercio no descansa exclusivamente, ni siquiera en última instancia, en uno de tipo económico. Hay justificaciones más profundas en favor del libre comercio. Una es que a la gente se les debería permitir que haga cualquier cosa que sea pacífica. La otra, en la cual me enfocaré aquí, es que el libre comercio civiliza, ilumina y enriquece. Considere, por ejemplo, la descripción que hace Thomas Cahill de la antigua Atenas, una vez que esa ciudad se abrió, por sí misma, al comercio:

“En el tanto en que estos asentamientos familiares se agruparon, conocidos en las sociedades agrícolas de todo el mundo, a fin de crecer como ciudades -con calles demarcadas, templos y otros edificios oficiales, mercados y otros centros de reunión, almacenes de exportaciones e importaciones, y muelles en donde fueron descargadas cargas exóticas y extranjeros aún más exóticos- en algún grado el poder se trasladó de los aristócratas terratenientes hacia los habitantes urbanos mejor ubicados, quienes controlaban al comercio y quienes, en la diversidad de su experiencia, empezaron a pensar ideas nuevas.” [1]

La mención que Cahill hace de Atenas me trae a la mente mi primer viaje a esa ciudad en el 2000. Estando arriba en la Acrópolis, mirando abajo hacia la ciudad de Atenas vi -en medio de las ruinas antiguas y de los edificios modernos de Atenas- un gran globo con la forma de Ronald McDonald. Contemplando el contraste entre el mundo moderno del payaso más famoso del mundo, con algunas de las más famosas ruinas de la antigüedad, me puse a pensar en lo que concluirían los arqueólogos de aquí en 2.500 años, cuando descubrieran las ruinas de los arcos dorados. ¿Se darán cuenta esos futuros arqueólogos que McDonald’s era una cadena de alimentos rápidos? Tal vez la confundirán con alguna iglesia, con Ronald McDonald como la deidad que la encabeza y quien era reverenciada por miles de millones de personas alrededor del mundo.

Algunos otros turistas, quienes estaban al lado mío y también observaban este contraste discordante, estaban notoriamente inquietos por la imagen de Ronald McDonald en el telón de fondo de esta antigua ciudad –flotando allí con el propósito despreciable de persuadir a la gente para que comprara más hamburguesas y papas fritas. Tal agitación es entendible. Cuando los turistas visitan a la Acrópolis, ellos quieren ser trasladados a la antigua Grecia –imaginarse que están escuchando la oración funeraria de Pericles u observando a Sócrates y a Platón debatir acerca de un aspecto importante de la filosofía. Ellos no quieren ver una Atenas dañada por la vista de un globo enorme y chillón, representando a un comercio global moderno.

Pero, ¿qué pensarían un Pericles o un Sófocles resucitados? Podría encontrar como curiosamente apropiado al globo de McDonald. Tal como lo enfatiza Cahill, el comercio internacional fue crucial para el florecimiento de Atenas, no sólo económicamente sino también cultural e intelectualmente.

Refiriéndose a la antigua Atenas, Will Durant describió las mismas felices consecuencias del comercio:

“El comercio exterior avanza con mayor rapidez incluso que el comercio doméstico, pues los estados griegos han aprendido las ventajas de la división internacional del trabajo, y cada uno se especializa en algún producto; por ejemplo, quien hace escudos ya no tiene que ir de ciudad en ciudad, acudiendo al llamado de quienes necesitan de él, sino que fabrica sus escudos en su taller y los envía afuera, hacia los mercados del mundo clásico. En un siglo, Atenas se movió de una economía hogareña -en donde cada hogar fabrica casi todo lo que necesita- a una economía urbana -en donde cada comunidad fabrica casi todo lo que necesita- y de ahí a una economía internacional –en donde cada estado depende de sus importaciones y debe exportar para pagar por esas…”

“[E]s este comercio el que enriquece a Atenas y le brinda, con el tributo imperial, las fuerzas para su desarrollo cultural. Los mercaderes, quienes acompañan a sus bienes a todas partes del Mediterráneo, regresan con una perspectiva cambiada y con mentes abiertas y alertas; traen nuevas ideas y formas, rompen con antiguos tabúes y flojeras y reemplazan al conservadurismo familiar de una aristocracia rural, con el espíritu individualista y progresista de una civilización mercantil. Aquí, en Atenas, se encuentran el Este y el Oeste y se sacuden entre sí de sus estancamientos. Los mitos antiguos pierden su atadura sobre las almas de los hombres, aumenta el tiempo libre, se apoya la indagación, crecen la ciencia y la filosofía. Atenas se convierte en la ciudad más intensamente viva de su tiempo.” [2]

Aristóteles, Eurípides, Tucídides, las urnas griegas, el Partenón y la mayoría de lo que hoy correctamente celebramos acerca del aprendizaje y la cultura de la antigua Atenas, habrían sido imposibles si no fuera por ese extenso comercio exterior de la ciudad. Lo hace notar el economista Tyler Cowen: “No es un accidente que la civilización clásica se desarrollara en el Mediterráneo, en donde las culturas usaron el mar para comerciar entre sí y aprender la una de la otra.” [3]

Para su crecimiento y conservación, el aprendizaje y una cultura próspera requieren de riqueza ─lo que los críticos mencionados arriba llaman “más cosas”. También requieren de una exposición y apertura a culturas diferentes. Tal riqueza y exposición son promovidas por el comercio, el cual permite una extensa y productiva división del trabajo dirigida por los mercados.

La riqueza, la libertad y la diversidad de experiencias de una cultura comercial, libera tanto a artistas como a educadores para que sean más creativos y para que satisfagan las demandas de la población en general. En una sociedad pobre, en donde tan sólo una pequeña élite tiene la riqueza y el tiempo libre, los artistas y educadores pueden servir tan sólo para llenar los deseos de las élites. Las formas de arte que no son apreciadas por las élites, así como educadores que no les son útiles, no progresan. Pero, en el tanto en que el comercio dé lugar a una mayor y más extendida riqueza, crece el rango de gustos y oportunidades que están disponibles para apoyar e influir en el arte y la educación. Sin élites que sigan siendo los únicos que apoyan al arte, el artista, quien previamente no encontró apoyo para sus composiciones musicales o su poesía, puede ahora encontrar suficiente apoyo de las clases medias. Lo mismo para el maestro, quien, anteriormente no encontró un mercado para su conocimiento.

Este proceso alimentado por el comercio no sólo resulta en una sociedad más culta, sino, también, en un inmenso enriquecimiento cultural. La cultura asume muchas más dimensiones: no sólo la música de orquestas, sino también el rock and roll, rythm and blues y rap; no sólo el arte del retrato y el del paisajista, sino también las latas de sopas de Andy Warhol y la pintura abstracta; novelas no sólo de Virginia Wolff, Marcel Proust y William Faulkner, sino también de Nora Roberts, J.K. Rowling y Clive Cussler. Las películas alimentan los gustos elevados, los gustos apagados y los gustos vulgares. Lo mismo con la música, el teatro, la televisión, la danza, la fotografía y -más recientemente- con los sitios de redes y blogs.

La cultura comercial no sólo alimenta formas de arte dirigidas a diferentes gustos, sino que, también, la alta cultura sea mucho más asequible para las no élites. No fue sino hasta el siglo XX, cuando fue posible para todo el mundo escuchar una ejecución sinfónica, sin que, de hecho, tuviera que asistir al concierto. Y tal asistencia consumía tiempo para cualquiera que no viviera en la ciudad. En contraste, en la actualidad, aún el más pobre y el más rural de los ciudadanos en las sociedades comerciales, puede escuchar las cantatas de Bach, los cuartetos de cuerdas de Mozart y las óperas de Verdi -junto con la música de Bruce Springsteen, U2 y Rihanna- simplemente sintonizando sus radios o sus iPods. Y quienes actúan, siempre logran la nota perfecta.

Una de las principales preocupaciones expresadas por activistas anti-globalización es que el libre comercio conduce a una homogeneidad cultural de todo el mundo. De acuerdo con su visión, París, Francia, será lo mismo que París, Texas y ambos serán grisáceos. Viajar no tendrá sentido. ¿Para qué viajar, si cualquier lugar que usted pueda visitar diferirá muy poco de donde ahora se encuentra?

Esta preocupación goza de algún crédito. Hace un siglo, no había restaurantes con franquicia internacional en París, Francia, o, para el caso, en París, Texas. Hace un siglo los residentes, ya fuera de Omaha, Nebraska o de Birmingham, Inglaterra, no podían encontrar restaurantes de sushi cerca de sus hogares; hoy en día, los restaurantes de sushi se encuentran en todo el mundo occidental. Hace un siglo, los pantalones de blue jeans no eran la moda internacional, tal como lo son ahora. Hace un siglo, el traje de vestir, típico del hombre utilizado por los abogados de Nueva York y los banqueros de Londres, no era ampliamente usado en África y en Asia, tal como lo es ahora. En muchas formas, el comercio global, en efecto, ha hecho que el mundo sea más homogéneo.

Pero, observe con mayor atención. En tanto que las diferencias entre París, Francia, y París, Texas, son menores que las que había en el pasado, la riqueza cultural de ambos lugares en la actualidad es mucho mayor a como lo era hace tan sólo unos pocos años. Para un residente de París, Texas, por ahí del 2010, la riqueza del bufé cultural asequible en su casa para él o ella, es vasta. Un tejano puede quedarse en casa y cenar comida vietnamita, italiana o griega –o una barbacoa. Un tejano puede escuchar música de una sinfónica alemana o cánticos medievales o música irlandesa para bailar o a Edith Piaf –o bien una música rural del oeste. Un tejano puede comprar corbatas francesas, sobretodos ingleses y bufandas italianas –y botas de vaqueros. De la misma forma, un parisino puede escoger croissants o bagels de estilo neoyorkino. Hace tan sólo un siglo -incluso hace treinta años- la diversidad cultural de ambos lugares era mucho menor que la de hoy día.

En tanto que una mayor riqueza cultural en casa puede remover algo del entusiasmo por viajar, no obstante, crea una mayor diversidad cultural. Expande y amplía las experiencias individuales del individuo común y corriente. Tal como lo concluye el economista francés Daniel Cohen, después de examinar el récord de los efectos de la globalización sobre la cultura: “[L]a integración económica del todo no implica la erradicación de la diversidad cultural.” [4]

Otra preocupación, relacionada, es que la globalización permitirá que los Estados Unidos superen a otras culturas con la suya propia. Obviamente la extensa familiaridad con la Coca Cola, los computadores Apple, los blue jeans, y con Matt Damon, le echa combustible a este temor, Sin embargo, de nuevo, una inspección más de cerca revela una pintura mucho más detallada y atractiva. Esta inspección muestra que no existe una única cultura estadounidense. A lo se le llama “cultura estadounidense” es una amalgama siempre cambiante de influencias desde todo el mundo.

Considere la vida de una familia ordinaria de los Estados Unidos, a inicios del siglo XXI. Esta familia tiene una casa llena de productos electrónicos hechos en Japón y China y un gabinete lleno de música en discos de contacto –los cuales fueron inventados en Holanda. Mamá y papá beben café sembrado en Colombia o Etiopía y hervido en un percolador hecho en Alemania. Se bañan usando un jabón laminado de Francia y utilizan lentes de contacto que fueron inventados por un científico checo.

Los hijos miran en la televisión un episodio de Pokemon, uno de los muchos éxitos exportados desde Japón a los Estados Unidos. Más tarde, en el día, la familia hace compras en Ikea, una tienda sueca de muebles; manejan hacia Ikea en un carro hecho en Corea y que está lleno con gasolina comprada de una estación de la Shell (la Real holandesa). Para cenar, se debaten entre mexicano, indio o tailandés. Más tarde, en la noche, mamá y papá disfrutan de un vino de Suráfrica, a la vez que escuchan música de bossa nova del Brasil –o, tal vez, miran una película en que actúa el actor canadiense Jim Carrey, mientras que sus hijos pierden la noción de sí mismos, leyendo la última novela de Harry Potter, de la autora británica J.K. Rowling. Y, finalmente, antes de apagar la luz, mamá lee algunas páginas de una novela del escritor ruso Leon Tolstoy y papá termina un libro escrito por el peruano Mario Vargas Llosa.

¿Qué es lo que está pasando aquí? Tales experiencias de una familia estadounidense típica son rutinarias. Revelan que, desde el momento en que los estadounidenses ordinarios se despiertan, hasta que se acuestan a dormir, disfrutan de las comodidades, conveniencias, conocimiento, cultura y entretenimiento creado por gente de todas partes del mundo.

La cultura estadounidense es un almácigo de influencias globales. También es dinámica. La misma apertura y libertad de los Estados Unidos, que atrae a productos, gentes e ideas desde todo lado del mundo, también asegura que el almácigo de mañana será diferente del almácigo de hoy. Una idea nueva o una inspiración de un danés o de un coreano -no más ni menos que una nueva idea o una inspiración de un habitante de Delaware o de Kansas- diversificarán y mejorarán la mezcla aún más. Y los consumidores del mundo, cada uno de ellos, tiene una voz para decidir si o no tal nueva idea o inspiración vale la pena. (Los mexicanos y los rusos no se ven más obligados a comer en McDonald’s o a leer a Tom Clancy, que como los habitantes de Pennsylvania o de Alaska se ven obligados a comer en un restaurante mexicano o a leer a Vladimir Nabokov.)

De manera que, ¿es un error ponerle la etiqueta de “estadounidense” al ambiente cultural que está floreciendo desde Maine a Hawái? No. Pues, si bien en un sentido esta cultura es global y, por tanto, resiste una etiqueta nacionalista, en otro sentido, de hecho, es excepcionalmente estadounidense. Sin embargo, es exclusivamente estadounidense en una manera que revela la perspectiva distorsionada de aquellos quienes se inquietan acerca de la hegemonía cultural estadounidense. Lo que justifica llamar a esta cultura “estadounidenses” es que los Estados Unidos contribuyen con la apertura y libertad esenciales de millones de personas de cientos de naciones, para que agreguen sus inspiraciones y esfuerzos para ayudar a fabricarla, tanto por sus productores, como por sus consumidores. La cultura estadounidense es única porque, en sus detalles, no es principalmente una cultura estadounidense: es una cultura mundial.

Al reconocer que la cultura estadounidense no es un emplasto homogéneo de consumir comida rápida y de un uso de blue jeans, los admiradores de Julia Roberts no calmarán los temores de los esnobs culturales. Una razón es que las élites miran con desdén a la cultura estadounidense, probablemente debido a que es tan vibrante y tan multicolor ─y, por ello, tan atrayente para millones de personas comunes y corrientes. Las élites no la controlan y no pueden hacerlo. Reducir dramáticamente el poder de las élites para controlar las experiencias culturales de las personas ordinarias, bien podría ser la contribución más grande de los Estados Unidos al siglo XXI.

El temor de que la globalización hace culturalmente menos interesante al mundo, no tiene fundamento. El efecto del libre comercio es dual: primeramente, nos brinda una mayor prosperidad y, en segundo lugar, esta prosperidad crea diversidad y dinamismo. Ambos efectos son buenas razones para oponerse a los antediluvianos que obstruirían al comercio internacional.



NOTAS AL PIE DE PÁGINA
[1] Thomas Cahill, Sailing the Wine-Dark Sea: Why the Greeks Matter (New York: Anchor Books, 2003), p. 109.
[2] Will Durant, The Life of Greece (New York: MJF Books, 1939), p. p. 275-276.
[3] Tyler Cowen, Creative Destruction (Princeton: Princeton University Press, 2002), p. 59.
[4] Daniel Cohen, Globalization and Its Enemies (Cambridge, MA: MIT Press, 2006), p. 136. Cohen continua diciendo: "En vista de la diversidad cultural de los suecos, los italianos, los alemanes y los franceses e incluso hasta de los portugueses y de los españoles, uno no debería temer que un mercado global integrado borre la pluralidad del mundo.”


Donald J. Boudreaux es profesor de economía en la Universidad George Mason. Es el autor de Globalization, Westport, CT: Greenwood Press, 2008, y bloguea (con Russ Roberts) en el Cafe Hayek (http://www.cafehayek.com/).