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Jorge Corrales Quesada
02/09/2017, 16:06
Ayer puse en Facebook, incentivado por un comentario previo de don Jorge Fallas, la primera parte de un comentario del economista Anthony de Jasay. Esa primera parte era más relevante al comentario de don Jorge, pero esta segunda la complementa, aunque desde un ángulo algo diferente y que vale la pena así apreciarlo.

EL CAPITALISMO QUE ELLOS ODIAN. PARTE II.
LAS GANANCIAS INDECENTES
` Por Anthony de Jasay
Reflexiones desde Europa
Library of Economics and Liberty
5 de marzo del 2007

A fines del 2006, un año en el cual la industria de servicios financieros tuvo pocas razones para quejarse, a la cabeza del banco de inversiones más prominente de Wall Street se le remuneró con una bonificación de $40 millones. Algunas casas menos prominentes les dieron a sus cabezas, bonificaciones que variaban entre $20 y $50 millones. A agentes financieros de valores o bienes que fueron muy exitosos, se les dieron bonificaciones de dos o tres veces las de sus propios jefes ejecutivos.

Tampoco tenían razón para quejarse los promotores-administradores de lo que llaman, en la mayoría de los casos de manera altamente engañosa, “fondos de cobertura” (pues, en realidad, pocos de ellos cubren alguna cosa), cuando aquellos cada año toman para sí un 1 por ciento del fondo y, de primeros en las ganancias, un 20 por ciento. Sus inversionistas asumieron riesgos mayores que el promedio, si bien la mayoría de ellos fue bastante bien recompensado, con un 80 por ciento de las ganancias que fueron a dar hacia ellos. Los administradores no asumieron riesgo alguno y su 20 por ciento hizo que algunos de ellos obtuvieran una enorme fortuna, en tan sólo un año.

Algunos de los principales ejecutivos de las empresas, en efecto, empleados de los accionistas, recibieron compensaciones que oscilaron entre la parta baja y la mitad de ocho cifras, cuando perdieron su empleo, además de sus pensiones, al pedírseles que dejaran el campo para alguien más. Las indemnizaciones por despido eran de 24 quilates, a menudo otorgadas por miembros de comités, quienes estaban actuando en función de la regla Kantiana: Haz lo que quisieras que te hicieran.

Los promotores de fondos accionarios privados, a diferencia de los directivos de corporaciones de empresas públicas con acciones que cotizan en Bolsa, tienen una mayor libertad para actuar con el capital que se ha pedido prestado y, en efecto, son estimulados por sus inversionistas para asumir mayores riesgos, utilizando un apalancamiento elevado. Mediante un buen juicio y una buena suerte, usualmente tienen éxito en hacer fortunas astronómicas para sí mismos, en tanto que sus inversionistas son adecuada, pero no indecentemente, recompensados, por asumir la mayor parte del riesgo.

Parte del público de los Estados Unidos, y un pequeño puñado en Europa, contempla estas ganancias espectaculares con asombro lleno de admiración. Todos los otros las consideran indecentes. Provocan el tipo más virulento de odio hacia el capitalismo.

La razón no es tanto la enormidad de las sumas involucradas y las flagrantes desigualdades que crean, como la enorme facilidad con que parecen darse y por la perversidad del sistema de valores que se supone reflejan (aun cuando no hay razón para suponer que reflejan algo así como un sistema de valores). Las desigualdades flagrantes son tan viejas como la historia y, aun cuando ocasionalmente hubo rebeliones en contra de ellas, realmente no eran percibidas como indecentes, estéticamente repugnantes y moralmente reprensibles. Todos los imperios antiguos eran extremadamente desiguales. Los estados de la antigua Grecia parecen haber sido bastante igualitarios, con el rey tal vez diez veces más rico que el pastor o el pescador, pero en la antigua Roma la riqueza y el ingreso de un senador rico deben haber sido miles de veces mayores que aquel de las plebes proletarias, ni qué hablar de los esclavos del exterior. Muchas de estas diferencias eran un asunto de estatus jerárquico y, en parte, de un orden de cosas tácitamente aceptado. No hay razón convincente de por qué algunas de las desigualdades inherentes al capitalismo no deberían, con el correr del tiempo, también serán aceptadas de tal manera o (más probablemente) consentidas de mala gana, aun cuando, aunque el espíritu razonador del entendimiento querrá entender por qué el orden capitalista establecido merece al menos una aceptación tácita.

La misma paciencia sería muy difícil de lograr en el caso de las desigualdades debidas a “ganancias” indecentes. Un obstáculo en el camino para su aceptación social es que van a dar a labiosos que se mueven rápido, que hablan rápido y que son unos advenedizos, quienes tuvieron una vía rápida en su ascenso hacia la parte más alta. Son muy distintos de los Dick Whittington [Nota del traductor: un caritativo personaje político y mercader inglés, quien trabajó mucho, hizo una fortuna y practicó ampliamente la caridad] y de los legendarios lustradores de zapatos, quienes se sobrepusieron a la adversidad y se levantaron mediante el trabajo duro y un ahorro mayor.

No obstante, una posible reacción más profunda es que hay poco o nada en los multimillonarios “indecentes” que impacta al observador como verdaderamente empresarial. No inventan ni hacen cosas que el mercado puede o no aceptar con gusto o rechazarlo con indiferencia. Asumen pocos o ningún riesgo, sino que son parásitos de los riesgos tomados por sus inversionistas y clientes. Muchos de ellos son intermediarios puros, una función cuya contribución a la economía es raramente apreciada por un público más extenso. Otros, típicamente los miembros de las juntas directivas de empresas grandes, parecen estar abusando de la relación agente-principal y, aun cuando ellos sirven, con celo moderado, a los principales, los accionistas, se sirven a sí mismos de primeros o por encima de todos. Un pago con opciones de acciones está diseñado para atenuar el problema del agente-principal (y lo resuelve en algún grado), pero, por el contrario, es visto como sospechoso de ser una práctica corrupta, montada por directivos compinches, quienes, a su vez, esperan quedar montados de manera similar.

La mayoría de nosotros reacciona ante la decencia o, de otra manera, en cuanto a ingresos altos y fortunas hechas rápidamente, mediante reflejos morales que evolucionaron bajo el capitalismo de hace una o dos generaciones. Estos no se han adaptado a los cambios que, desde ese entonces, ha experimentado el capitalismo. Uno de tales cambios es la enorme marea de fondos de pensiones en el tipo de capitalismo anglo-estadounidense, el cual, después de todo, fija el modo de operación que el resto del mundo está empezando a imitar. Las necesidades de fondos de pensiones y la competencia entre administradores, determinan como objetivo primario la maximización de los valores de los activos, y la meta más clásica de maximización de la ganancia por parte de la empresa corporativa, se convierte en simplemente un instrumento del objetivo primario. Los socialistas, cuyo rechazo del “sistema” es visceral, en vez de intelectual, llaman a esto “capitalismo de casino”, administrado por y para los “especuladores.”

Un cambio aún más profundo es el gran incremento del capital en el sector financiero respecto al no financiero en lo referente a su propiedad privada. No hay duda de que es debido a una intermediación cada vez mayor, la cual, a su vez, es un producto derivado de la división de riesgos y de la distribución de diferentes tipos de instrumentos potencialmente riesgosos, entre quienes están más deseosos de asumir cada tipo en particular. Un resultado es la disponibilidad de inmensas fuentes de capital financiero, demandando lo que, por estándares históricos, parece poco, en cuanto a lo que tiene que ver con primas de riesgo.

Es suficientemente claro cómo es que todo esto conduce a “ganancias indecentes.” Los activos empresariales hoy en día son muy móviles. Fácilmente son traspasados y re-ensamblados. En un santiamén, con o sin la intervención de firmas de fondos de inversión privados, grandes corporaciones se fusionan con otras, a menudo promovidas por asesores deseosos de obtener comisiones. Como un todo, esto es probablemente algo bueno, pues facilita reubicar activos de usos menos a más productivos, que lo que era el caso tan sólo hace un par de décadas. En la actualidad, una fusión o una adquisición de 2-3 miles de millones de dólares difícilmente aparece en las columnas financieras de la prensa y un acuerdo debe exceder a más de $20 mil millones, para que realmente sea noticia. Considere un negociación de $20.000 millones. Los principales de cada una de las partes están posiblemente preparados para pagar alguna fracción del valor del acuerdo, a fin de asegurarse el doble o el triple de que no haya obstáculos, que nada haya sido pasado por alto, que los problemas regulatorios han sido considerados debidamente y que no hay fallas en la documentación. Un uno por ciento de este acuerdo equivaldría a $200 millones. De hecho, los equipos de banqueros y las baterías de abogados probablemente entre ellos compartirán un honorario del 0.5 por ciento –sumas absurdamente altas, que son absurdamente bajas, en comparación con lo que costaría una equivocación que se podría haber evitado o una transacción que se hubiera caído. La competencia debería mantener bajos estos honorarios, pero, la necesidad de que los asesores tengan nombres prestigiosos, probablemente los mantendrá elevados.

El escándalo inducido en el público por tales sumas allí vertidas puede agitar a políticos para que actúen en contra de las ganancias “indecentes.” El capitalismo presumiblemente sería menos odiado y se aseguraría una supervivencia mayor en una votación mayoritaria, si tales ganancias fueran prohibidas o que, de otra manera, se desea que desaparezcan. Sin embargo, mediante una reflexión madura, cualquier remedio legislativo o regulatorio es posible que resulte ser peor que la enfermedad, conduciendo, en última instancia, a la evasión, corrupción, inmovilismo y a una serie siempre creciente de medidas adicionales, para corregir los efectos perversos de las que les antecedieron. La experiencia tenida con la legislación Sarbanes-Oxley en un dominio algo diferente, debería servir como lección, antes de decidir dejar que la política ajuste cuentas con las ganancias indecentes.

El remedio menos malo es, aun, dejarlas en paz. Es un remedio que, por toda su homeopática modestia, tiene una virtud brillante. La experiencia muestra que las personas que han obtenido indecentemente tan grandes ingresos, más tarde o más temprano, buscan ganar la estima de sus congéneres, haciendo vastas donaciones a buenas causas. Si alguien es de tan mal genio y está tan mal informado como para pensar que las ganancias de Warren Buffet son indecentes, se le debería decir que el caballero en cuestión recientemente ha donado $35.000 millones a la caridad. Todos los grandes ganadores no son como él, pero, aún los caracteres más desagradables tienden a terminar haciendo lo correcto en sus testamentos, si no es que antes. La sociedad tiene formas de ejercer presión gentil, pero persistente, sobre los nuevos ricos para que hagan el bien después de que lo han hecho bien y que, además, les deja la satisfacción y la buena conciencia que les brinda la beneficencia voluntaria. Ciertamente es mejor dejar las cosas así y no destrozar las oportunidades de los pobres del mundo, al tratar de hacer menos ricos a los ricos.


Anthony de Jasay es un economista Anglo-húngaro quien vive en Francia. Es autor, entre otros, de El Estado (Oxford, 1985), de Social Contract, Free Ride (Oxford, 1989) y Against Politics (Londres, 1997). Su último libro, Justice and Its Surroundings, fue publicado por Liberty Fund en el verano del 2002.