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Jorge Corrales Quesada
02/09/2017, 14:36
Reciente el amigo Jorge Fallas efectuó un comentario muy interesante en Facebook en torno a problemas derivados de la globalización y sugiere que, en el campo liberal, sean tomados en cuenta. Bueno, uno de ellos es Anthony de Jasay, quien formula un comentario interesante en estos dos artículos, que tienen que ver -principalmente el primero- con algunas de las inquietudes de don Jorge. Obviamente habrá divergencias acerca de las opiniones del economista de Jasay, pero parece existir el hecho de la solidez intelectual de la propuesta del libre como mejor opción ante el proteccionismo y que es factible enfrentar ciertas situaciones o nuevos problemas, sin dejar de lado la propuesta esencial del libre comercio. Obviamente, los artículos de Jasay van más allá de la inquietud de don Jorge. Pongo hoy el primero y mañana la segunda parte.

EL CAPITALISMO QUE ELLOS ODIAN. PARTE I.
LA MÁQUINA DE LA DESIGUALDAD
Por Anthony de Jasay
Reflexiones desde Europa
Library of Economics and Liberty
5 de febrero del 2007






Al explorar por qué las mayorías en todo el mundo, ahora tal vez más que antes, desaprueban al capitalismo, y por qué los de voz más fuerte positivamente lo odian, este ensayo de dos partes trata del enfrentamiento de algunos aspectos del capitalismo contemporáneo con los ideales de igualdad y decencia. En la Parte I, la Máquina de la Desigualdad, se echa una mirada a la “máquina” impersonal y que se regula por sí misma, la cual despide desigualdad, pero que, también, trabaja por nivelar lo que ha arrojado. En una economía plenamente abierta, la tendencia igualadora es vulnerable a no ser notada. La Parte II, Las Ganancias Indecentes, discute por qué algunas desigualdades nos golpean como indecentes, por qué la economía moderna genera muchas de tales desigualdades y por qué dejarlas en paz puede ser el remedio menos malo.

La libertad de contratación es inexorablemente seguida de oleadas de intercambios voluntarios y de una división creciente del trabajo. La propiedad individual de los bienes intercambiados y de los factores que los producen, completan las condiciones del sistema capitalista. Es fácil darse cuenta de que este sistema debe incesantemente generar distribuciones desiguales del ingreso y la riqueza y que también estas distribuciones no se estabilizarán en algún patrón, en particular, que sea duradero.

Las distribuciones desiguales surgen de dos fuentes. Una es la desigualdad de dotaciones, heredadas o adquiridas. El talento, la fuerza de carácter, la fortaleza de la voluntad, la industria y el ahorro, pueden ser genéticamente implantados o aprendidos; el conocimiento, una “red” de amigos, conocidos y patrocinadores y un dominio sobre el capital pueden ser heredados o adquiridos. Algunas de estas dotaciones diferenciales pueden, en principio, ser destruidas o niveladas, mediante la acción colectiva forzosa. Uno de ellos, el capital, puede ser confiscado y conservado como “propiedad social” o distribuido igualitariamente. El conocimiento puede extenderse más igualmente si se erige un aparato educativo universal y “anti-elitista”. Sin embargo, la mayoría de las dotaciones no pueden ser eliminadas o igualadas e inevitablemente producirán ingresos y posesiones desiguales. A pesar de ello, aún si en alguna Utopía todas las dotaciones pudieran, mediante habilidosas herramientas legales, fiscales, educacionales y técnicas, ser niveladas, con todo y eso permanecería existiendo un generador de la desigualdad, probablemente el más poderoso de todos, específicamente, la suerte. Por definición es aleatoria, puede tratar como un trapo a las políticas gubernamentales, así como pasar por encima del mérito y merecimiento personal. Si nada más ocasionara la desigualdad, la suerte en sí sola sería suficiente para mantener a la gran Máquina de la Desigualdad del capitalismo agitando un patrón caleidoscópico de ingresos y riqueza, en el cual, cualquier ventaja ganada, proveería los medios para un avance más a fondo, ayudando a que los ricos se hagan más ricos.

El disgusto hacia la desigualdad puede tener varios motivos. Algunos lo adscriben a la herencia genética de los humanoides y humanos de la era pre-agrícola, para quienes la participación igualitaria puede haber sido una buena estrategia para la supervivencia de los genes de uno mismo –aunque se haya convertido en una estrategia obsoleta e inferior desde que el hombre aprendió a plantar y almacenar alimentos para sí y su familia. Otros, con alguna plausibilidad, trazan las raíces del igualitarismo a la simple envidia. Sea como fuere, la expectativa de obtener una ganancia, debida a una nivelación de la distribución, siempre serviría como un incentivo igualitario para todos aquellos que están por debajo del promedio del ingreso o la riqueza. Sin embargo, ninguno de estos motivo es realmente admisible; ninguno suena desinteresado o lo suficientemente noble.

Filtrando caritativamente de una vista panorámica a cualquier oportunismo desnudo, la opinión educada ha desplegado el imperativo moral de la “justicia social”, cuyo éxito desbocado en círculos académicos y en otros círculos intelectuales, durante el último medio siglo, es una triste ilustración de qué tan fácilmente conceptos gaseosos y una jerga pomposa sobrepasa la lógica honesta. En vez de decir que muchos desean la igualdad por una variedad de razones más o menos respetables, ahora nosotros debemos decir que la desigualdad es injusta ─una proposición muy diferente.

En todo caso, gracias a la “teoría” de la justicia social, el capitalismo, como la gran Máquina de la Desigualdad, se presenta como el culpable de extender la injusticia sobre todo el panorama social. Desde 1917 a 1989, el desastre económico y social que fue el imperio soviético, sirvió como la gran excusa para hacer que la mayoría de las personas con mentes sobrias absolviera al capitalismo de sus pecados. El capitalismo proveía los bienes, el socialismo no. Este fue casi un argumento demoledor. Los intentos de construir casas a mitad del camino social-democrático, en donde uno lo podía lograr de ambas formas, ha tenido un éxito tibio. Al irse entendiendo mejor las dinámicas del estado de bienestar, esos intentos logran una convicción cada vez menor. Sin embargo, al desvanecerse de la memoria inmediata las desesperanzas del socialismo “realmente existente” y, al darse despreocupadamente por un hecho, que no importa lo que pase el capitalismo siempre proveerá los bienes, ya sea que lo apreciemos o lo culpemos, la opinión hacia él se está haciendo menos indulgente.

La “globalización” o, más bien, su aceleración en décadas recientes, ha hecho que el perdón sea más difícil de otorgar. Si la economía mundial estuviera conformada de muchos compartimentos bien aislados, la Máquina de la Desigualdad pronto se neutralizaría a sí misma, empezando a funcionar de dos maneras opuestas. Una vez que el capitalismo se arraigara y que la tasa de acumulación de capital excediera a la tasa de crecimiento de la población activa, los ricos ya no más se convertirían en más ricos, al irse empobreciendo los más pobres. En vez de ello, con una oferta de mano de obra que se expande menos rápido que su demanda, tanto los ricos como los pobres se enriquecerían más, compensando, en algún grado, la desigualdad extra que resulta de que los ricos tengan más capital operando para ellos. El efecto neto dependería de los números reales y en el ritmo del cambio tecnológico, pero resulta una conjetura justa, que ninguna ley Marxista de “salarios de hierro” manejaría la escena.

No obstante, cuando los compartimentos se abren, este efecto equilibrador puede retardarse mucho. Los bienes generalmente están lejos de donde son más apreciados (o más efectivamente utilizados), concretamente en cuanto a tiempo y espacio. La distancia en el tiempo puede ser resuelta, pidiendo prestado del futuro y el costo de así hacerlo se muestra en el espectro de las tasas de intereses, que aumentaría por alguna prima de riesgo ligada a quien pide prestado. Las moderadas tasas de interés de la actualidad, y más particularmente las inusualmente bajas primas por riesgo, reducen el costo de vencer la distancia en el tiempo y hacen que la economía se abra a un rango más amplio de elecciones. La distancia en el espacio es derrotada al incurrirse en costos de transporte y en costos de comunicaciones, al enviar instrucciones y hacer los pagos.

A juzgar por la ampliación persistente del rango de bienes transables y del comercio a larga distancia, el desarrollo de la tecnología del transporte y de las telecomunicaciones puede haber sido más rápido que el de la tecnología de la producción y ese desarrollo parece que recientemente se ha acelerado. Tanto el encogimiento del tiempo como del espacio, es probable que expliquen la mayor parte de la “globalización”, empequeñeciendo el efecto sobre el comercio de menores aranceles y de barreras arancelarias más débiles.

La aceleración de la globalización en décadas recientes ha impactado de dos maneras a la desigualdad en las naciones del mundo occidental. El rendimiento del capital se ha incrementado y también así lo ha hecho la parte correspondiente del capital en el ingreso nacional. Concurrentemente, la tasa de aumento de los salarios reales de los semi-capacitados y de los no-capacitados ha disminuido o, en algunos casos, se ha detenido del todo. El efecto conjunto explica la impresión ampliamente divulgada de que los ricos se están haciendo más ricos y los pobres, más pobres, aun cuando la última parte del diagnóstico no es realmente correcta. La impresión, en todo caso, es lo suficientemente fuerte como para condenar severamente a la Máquina de la Desigualdad, por sacrificar, en el altar del libre comercio, a las clases trabajadoras medias y bajas y a que se les preste urgentemente atención a las demandas de protección de toda índole.

Algunos defensores de la globalización alegan que no es la apertura del compartimento económico lo que causa que los no-calificados y los semi-calificados se queden detrás, sino un progreso tecnológico que ahorra mano de obra. Aun admitiendo que el cambio tecnológico es casi siempre ahorrador de trabajo y que difícilmente ahorra capital, su efecto supuesto sobre el balance de la oferta y la demanda en el mercado de trabajo es algo coyuntural. Puede conducir a una hipótesis de que una racha de innovaciones que ahorran mano de obra, podría empujar los niveles de salarios en una caída estrepitosa, a menos que se ofrezca una paga generosa por desempleo, a aquellos quienes no pueden trabajar a esos salarios menores. Sin embargo, la historia económica reciente sugiere que el desempleo crónico es más típico de estados de bienestar, obsesionados con la justicia social, que de países en donde la tecnología de información que ahorra mano de obra ha tenido los progresos mayores.

La explicación más plausible del estancamiento o del lento crecimiento de los salarios en el mundo occidental es que, en efecto, la globalización es la culpable. La elasticidad de la oferta de mano de obra en las economías de Occidente ha aumentado drásticamente, debido a la adición a su fuerza de trabajo de cientos de millones de trabajadores de China, India e Indonesia, quienes, para efectos prácticos, se han convertido en parte de la fuerza del mercado de trabajo occidental, debido a los costos vastamente reducidos de llevar sus bienes a los mercados de productos en Occidente. Por el momento, no hay un incremento en la oferta de capital que lo empate, aun cuando su acumulación se ha acelerado en algún grado. Un razonamiento elemental lo conduce a uno a esperar que la distribución del ingreso en el Oeste, se inclinará en favor del capital. Los hechos confirman esta hipótesis. La Máquina de la Desigualdad del capitalismo es culpable, tal como se le ha imputado.

Pero, lo que convenientemente este enjuiciamiento fracasa en hacer notar, es que la globalización es algo global. La distribución del ingreso está cambiando, no sólo en Europa Occidental y en América del Norte, siguiendo los pasos del encogimiento de los costos de transporte y de las comunicaciones, sino también en China, India e Indonesia. El empleo en el Tercer Mundo se está expandiendo rápidamente, la mano de obra está migrando de la economía de subsistencia a la economía de mercado y sus salarios empezando desde un nivel abismal, le están dando alcance a los niveles del Primer Mundo, a una tasa anual de dos dígitos. El teorema de la igualación de los precios de los factores está trabajando intensamente, gracias a la fusión de compartimentos aislados en una economía global abierta. En esto, la Máquina de la Desigualdad está produciendo más igualdad en una escala colosal, al elevar a los muy pobres de Oriente, a niveles cercanos al de los pobres de Occidente. Nada más, ni un programa de desarrollo, ni una “guerra contra la pobreza”, ni ninguna campaña humanitaria, están a la vista que puedan remotamente ser capaces de hacer la tarea. Los envidiosos y los moralmente indignados pueden odiar al capitalismo por hacer más ricos a los ricos, pero, ¿preferirán eso a que los pobres permanezcan siendo muy pobres?


Anthony de Jasay es un economista Anglo-húngaro quien vive en Francia. Es autor, entre otros, de El Estado (Oxford, 1985), de Social Contract, Free Ride (Oxford, 1989) y Against Politics (Londres, 1997). Su último libro, Justice and Its Surroundings, fue publicado por Liberty Fund en el verano del 2002.