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Jorge Corrales Quesada
02/09/2017, 12:42
Con suma frecuencia hay personas que, con presunta autoridad, critican al libre comercio, lo cual asumo que no se debe a alguna razón ideológica (extrañamente, suelo ser bondadoso), sino a un desconocimiento de los principios básicos que hacen del comercio libre un beneficio para la partes que participan de él. Por ello iniciaré una serie de traducciones de opiniones muy esclarecedoras y educativas de economistas muy preparados, quienes nos mostrarán cómo y por qué es que funciona el libre comercio, beneficiando con él a la personas y a las sociedades con él, dando un mentís a quienes creen que este es tan sólo un tema económico, soslayando el enorme impacto social que estas medidas tienen. Empiezo con un comentario de profesor de economía de la Universidad de Princeton, Alan S. Blinder.

EL COMERCIO LIBRE
Por Alan S. Blinder
The Concise Encyclopedia of Economics and Liberty
11 de mayo del 2009

Durante más de dos siglos, los economistas han promovido de manera categórica al libre comercio entre las naciones, como la mejor política comercial. A pesar de esta cortina de fuego intelectual, muchos hombres y mujeres “prácticas” continúan viendo con escepticismo al comercio internacional, como un argumento abstracto hecho por economistas en una torre de marfil, con, en el mejor de los casos, tan sólo un pie sobre la tierra firme. Esta gente práctica “sabe” que nuestras industrias vitales deben de ser protegidas de la competencia externa.

La divergencia entre las creencias de los economistas de aquellos (incluso bien educados) hombres y mujeres de la calle, parece surgir cuando se hace el salto de individuos a naciones. Virtualmente cada uno de nosotros, sin pensarlo dos veces, explota las ventajas del comercio libre y de la ventaja comparativa. Por ejemplo, muchos de nosotros tenemos camisas lavadas y aplanchadas por limpiadores profesionales, en vez de lavarlas y aplancharlas por nosotros mismos. Cualquiera que nos aconsejara “protegernos” nosotros mismos de la “competencia injusta” de los mal pagados trabajadores de las tintorerías, por hacer nuestro propio lavado, pensaríamos que está loco. El sentido común nos dice que hagamos uso de compañías que se especializan en hacer tal trabajo, pagándoles con el dinero que ganamos, haciendo algo que lo hacemos mejor. Entendemos intuitivamente que alejarnos, por nuestra decisión, de los especialistas, tan sólo puede reducir nuestro estándar de vida.

La idea de Adam Smith era que precisamente la misma lógica es aplicable a las naciones. Aquí está como él lo puso:
“…fue máxima constante de cualquier prudente padre de familia no hacer en casa lo que ha de costar más caro que comprarlo… Cuando de un país extranjero se nos puede surtir de una mercadería a precio más cómodo que al que nosotros podemos fabricarla, será mejor comprarla que hacerla dando por ella parte del producto de nuestra propia industria, y dejando a ésta emplearse en aquellos ramos en que saque ventaja al extranjero.”

España, Corea del Sur y una variedad de países manufacturan zapatos más baratos en comparación a como lo pueden hacer los Estados Unidos. Ellos nos los ofrecen en venta. ¿Deberemos comprarlos, tal como compramos los servicios de los trabajadores de la tintorería, con dinero que ganamos haciendo las cosas que hacemos bien –como escribir programas de cómputo o plantar trigo? O, ¿deberemos mantener afuera los “zapatos extranjeros baratos” y, en vez de ellos, comprar los más caros zapatos estadounidenses? Es sumamente claro que la nación, como un todo, estaría peor si mantiene afuera aquellos zapatos extranjeros –aun cuando la industria del calzado estadounidense estaría mejor.

La mayoría de las personas acepta este argumento. Sin embargo, les preocupa lo que sucede si otro país -digamos, China- puede hacer todo o casi todo más barato que como podemos hacerlo nosotros. ¿Conducirá el libre comercio con China al desempleo de los trabajadores estadounidenses, quienes se encuentran a sí mismos incapaces de competir con la mano de obra barata de los chinos? La respuesta, que fue brindada por David Ricardo en 1800, es no. Para entender por qué, apelemos de nuevo a nuestros asuntos personales.

Algunos abogados escriben a máquina mejor que sus secretarias. ¿Deberá dicho abogado despedir a su secretaria y hacer su propia escritura a máquina? Difícilmente. Aunque el abogado sea mejor que la secretaria, tanto en alegar los casos como escribiendo a máquina, a él le irá mejor concentrando sus energías en la práctica del derecho y dejando la escritura a máquina en manos de una secretaria. Tal especialización no solo hace que una economía sea más eficiente, sino que, también, le brinda tanto al abogado como a su secretaria, un trabajo productivo por hacer.

La misma idea es aplicable a las naciones. Suponga que los chinos pudieran manufacturar todo de forma más barata a como nosotros lo podemos hacer –lo cual ciertamente no es cierto. Aún en el peor de los casos, por necesidad habrá algunas industrias en que China tiene una abrumadora ventaja en costos (digamos, en juguetes) y otros en los cuales la ventaja en costos es ligera (digamos, los computadores). Bajo libre comercio, los Estados Unidos producirán la mayoría de los computadores, China producirá la mayoría de los juguetes, y las dos naciones comerciarán. Los dos países, tomados conjuntamente, obtendrán esos productos más baratos, que si cada cual los produjera en casa para satisfacer todas sus necesidades domésticas. Y, lo cual también es importante, los trabajadores de ambos países tendrán empleos.

Muchas personas son escépticas ante este argumento, por la razón siguiente. Suponga que el trabajador estadounidense promedio gana veinte dólares por hora, en tanto que el trabajador promedio de China gana tan sólo dos dólares la hora. ¿No hará el libre comercio que sea imposible defender el salario más alto del estadounidense? En vez de ello, ¿no habrá una nivelación hacia abajo hasta que, digamos, tanto los trabajadores estadounidenses como los chinos ganan once dólares por hora? De nuevo, la respuesta es no. Y la especialización es parte de la explicación.

Si existiera tan sólo una industria y empleo en el cual la gente pudiera trabajar, entonces, el libre comercio de hecho forzaría los salarios estadounidenses a acercarse a los niveles chinos si los trabajadores chinos fueran tan buenos como los estadounidenses. No obstante, las economías modernas están compuestas de numerosas industrias y ocupaciones. Si los Estados Unidos concentran su empleo en lo que hacen mejor, no hay razón por la cual los salarios no puedan permanecer, por largo tiempo, muy por encima de los salarios chinos –aun cuando las dos naciones comercien libremente. El nivel de salarios de un país depende fundamentalmente de la productividad de su fuerza de trabajo, no de su política comercial. En tanto que los trabajadores de los Estados Unidos permanezcan siendo más habilidosos y mejor educados, y usando una tecnología superior, continuarán ganando salarios más altos que el de sus contrapartes chinas. Si y en cuanto terminan estas ventajas, el diferencial de salarios desaparecería. El comercio es un simple detalle, que ayuda a asegurar que la mano de obra estadounidense se emplea en donde, en la frase de Adam, tiene alguna ventaja comparativa.

Aquellos que aún no están convencidos, deben recordar que el superávit comercial de China con los Estados Unidos se ha venido ampliado, precisamente al irse reduciendo el diferencial de salarios, aun cuando éste todavía es grande. Si la mano de obra china se estuviera estado robando los empleos estadounidenses, ¿por qué dicho robo se intensificó conforme caía el diferencial de salarios? La respuesta es que, por supuesto, la productividad china estaba creciendo a tasas enormes. La notable marcha hacia arriba de la productividad china, dio lugar a que se elevaran tanto los salarios chinos en comparación con los salarios estadounidenses, como también convirtió a China en un competidor mundial. Pensar que podemos anticipar lo inevitable con el cierre de nuestras fronteras, significa que seremos partícipes de una cruel auto-decepción. Ni tampoco debería existir preocupación alguna acerca de fracasar en prever lo inevitable. El hecho de que otro país se enriquece, no significa que los estadounidenses debamos empobrecernos.

Los estadounidenses debemos de apreciar los beneficios del libre comercio más que la mayoría de la gente, pues vivimos en la zona de libre comercio más grande del mundo. Michigan manufactura automóviles; Nueva York provee servicios bancarios; Texas bombea petróleo y gas. Los cincuenta estados comercian libremente entre sí y eso les ayuda a disfrutar de una enorme prosperidad. En efecto, una de las razones por la cual los Estados Unidos tuvieron mejores resultados, económicamente hablando, que Europa durante más de dos siglos, es que los Estados Unidos tenían libertad de movimiento de bienes y servicios, en tanto que los europeos se “protegían” a sí mismos de sus vecinos. Para apreciar las magnitudes involucradas, trate de imaginarse qué tanto de su estándar de vida personal sufriría, si a usted no le fuera permitido comprar cualquier tipo de bienes y servicios que se originara fuera del estado en donde vive.

Un eslogan, que ocasionalmente se ve en las calcomanías de los parachoques de los automóviles dice, “Compre lo estadounidense, salve a su trabajo.” Esto es groseramente errado, por dos razones esenciales. Primera, los costos de ahorrar empleos, de esa manera, son enormes. Segunda, es dudoso que, en el largo plazo, de hecho se logre salvar trabajos.

Se han hecho muchas estimaciones del costo de “salvar trabajos” por medio del proteccionismo. Si bien las estimaciones difieren entre diversas industrias, usualmente son mucho mayores que los salarios de los trabajadores protegidos. Por ejemplo, un estudio de principios de la década de los noventas, estimó que los consumidores estadounidenses pagaron $1,285.000 anualmente por cada trabajo en la industria de fabricación de equipaje, que fuera preservado por barreras a las importaciones, una suma que excedía grandemente a los ingresos promedio de un trabajador de la industria de fabricación de maletas. Ese mismo estudio determinó que la restricción de importaciones costaba $199.000 al año por trabajador textil, por cada empleo que se salvaba, $1.044.000 por cada trabajo salvado en la industria de madera suave y $1.376.000 por cada trabajo que se salvaba en la industria química de los derivados del benceno. Si, ¡$1.376.000 al año!

Si bien, aun así, los estadounidenses están deseosos de pagar un precio por salvar empleos, gastar un asuma tan grande es evidentemente algo irracional. Si duda de esto, imagínese hacerle la siguiente oferta a cualquier trabajador de la industria de derivados del benceno: le daremos un pago como indemnización por su despido de $1.376.000 -no anualmente, sino por una sola vez-, a cambio de una promesa de que nunca buscará de nuevo un trabajo en la industria de derivados de benceno. ¿Se imagina usted a algún trabajador rechazando esa oferta? ¿Acaso no es ello evidencia suficiente de que nuestro método actual de ahorrar empleos es una locura?

A pesar de ello, la situación en la realidad es peor, pues un poco de pensamiento nos conduce a cuestionar de si, en verdad, algunos trabajos son salvados, como un todo. Lo más posible es que las políticas proteccionistas salven algunos trabajos, pero poniendo en peligro al empleo en otros. ¿Por qué? Primero, porque proteger una industria estadounidense de la competencia externa, impone costos mayores a otras. Por ejemplo, cuotas a la importación de semiconductores enviaron a las nubes a los precios de los chips de memorias, en la década de los ochentas, dañando, por tanto, a la industria de los computadores. Las cuotas a la importación de acero obliga a los fabricantes de automóviles a pagar más por los materiales, haciéndolos menos competitivos.

Segundo, los esfuerzos por proteger de la competencia externa a industrias favorecidas, pueden inducir a acciones de reciprocidad por parte de otros países, limitando, por tanto, el acceso estadounidense a los mercados internacionales.

Tercero, hay efectos de las barreras al comercio sobre el valor del dólar, que son poco entendidos, pero que son terriblemente importantes. Si restringimos exitosamente a las importaciones, los estadounidenses gastarán menos en productos del extranjero. Con menos dólares ofrecidos a la venta en los mercados mundiales de divisas, el valor del dólar se elevará en comparación con aquél de otras monedas. En ese momento, las industrias no protegidas empezarán a sufrir, debido a que un dólar más caro hace que los bienes estadounidenses sean menos competitivos en los mercados mundiales, De nuevo, la habilidad de los Estados Unidos para exportar se ve afectada.

En resumen, la conclusión parece ser clara y convincente: mientras que el proteccionismo es vendido como salvador de empleos, probablemente sólo equivalga a un intercambio de empleos. Protege a los empleos en algunas industrias, tan sólo destruyendo los empleos en otras.


ACERCA DEL AUTOR
Alan S. Blinder es el profesor Gordon S. Rentschler Memorial de Economía en la Universidad de Princeton. Escribió regularmente entre 1985 y 1992 una columna de economía en la revista Business Week y es el coautor de uno de los libros de texto de economía más vendidos. Ha servido como vice-presidente de la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal y como miembro del Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton.


LECTURAS ULTERIORES

Baldwin, Robert E. The Political Economy of U.S. Import Policy. Cambridge: MIT Press, 1985.
Bhagwati, Jagdish. In Defense of Globalization. Oxford: Oxford University Press, 2004.
Blinder, Alan S. Hard Heads, Soft Hearts: Tough-Minded Economics for a Just Society. Reading, Mass.: Addison-Wesley, 1987.
Destler, I. M. American Trade Politics. 4th ed. Washington, D.C.: Institute for International Economics, 2005.
Dixit, Avinash. “How Should the U.S. Respond to Other Countries’ Trade Policies?” en Robert M. Stern, ed., U.S. Trade Policies in a Changing World Economy. Cambridge: MIT Press, 1987.
Hufbauer, Gary C., & Kimberly A. Elliott. Measuring the Costs of Protection in the United States. Washington, D.C.: Institute for International Economics, 1994.
Irwin, Douglas A. Free Trade Under Fire. 2a. ed. Princeton: Princeton University Press, 2005.
Lawrence, Robert Z., & Robert E. Litan. Saving Free Trade. Washington, D.C.: Brookings Institution, 1986.