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Ver la Versión Completa : PALABRAS EN OCASIÓN DE LA PRESENTACIÓN DE LA SEGUNDA EDICIÓN DEL LIBRO MITOLOGÍA ACERCA DEL LIBERALISMO



Jorge Corrales Quesada
29/08/2017, 10:01
Por Jorge Corrales Quesada

Jueves 10 de agosto del 2017San José, Costa Rica

Sean todos ustedes bienvenidos a esta actividad. Agradezco su presencia esta noche y ante todo a los amigos Mario Franceschi y Orlando Castro, quienes aceptar comentar la segunda edición de mi libro. No duden en que los comentarios de todos ustedes son bienvenidos, como lo es toda crítica o análisis hecho en torno al tema.

Asimismo, expreso mi agradecimiento a la Fundación Academia Stvdivm, representada por mi amigo Luis Di Mare, entidad que brindó un apoyo sustancial que permitió que esta publicación viera la luz. Lo mismo a ANFE, por medio de la persona de sus Secretario, don Alejandro Barrantes la cual ha facilitado que hoy estemos celebrando esta nueva edición. Pero, en especial, a Olguita Sánchez de ANFE, invaluable colaboradora en estas actividades.

En contra de la respetable opinión a veces encontrada, por muchos años he sostenido que lo esencial para considerar como liberal clásico a un pensador, es tomar en cuenta ciertos elementos esenciales en su pensamiento, si bien es usual que, en detalles, haya divergencias respecto a otros pensadores liberales.
Esto porque, a diferencia de algunas concepciones, no existe tal cosa como una especie de biblia del liberalismo clásico, como podría serlo en otros órdenes el libro rojo de Mao Tse Tsung o, como en el pasado, El Capital de Marx, o, con cierto grado de sorna de mi parte, con la llamada “constitución Bolivariana”, que el déspota venezolano suele exhibir como un pañuelo para limpiar su totalitarismo. No hay tal cosa como un libro, texto o tratado que genere, defina y condense con exclusividad lo que es liberalismo clásico, sino que éste no es más que una tradición de pensamiento social, económico y político, en donde lo primordial es la libertad de la persona. Así, la gama de escritores que calzan dentro del denominado liberalismo clásico es muy amplia.

La esencia de la definición se considera que gira alrededor de ese principio fundamental de primacía de la libertad, por el cual las personas puedan vivir como lo juzguen, en tanto su ejercicio de la libertad no afecte la vigencia de ese principio para otras personas. La libertad no es absoluta; sino que debe tener límites para que, con su ejercicio, no se dañe a terceros.

No hay un conjunto de reglas dogmáticas que definan qué es el liberalismo. Ante ello cito a Eamonn Butler, Classical Liberalism: A Primer, Londres: Institute of Economic Affairs, 2015, p. 3, quien escribe que “los liberales no están totalmente de acuerdo acerca de dónde deberán estar los límites a la acción de las personas (y del gobierno)... por lo general, están de acuerdo en que cualquier respuesta debe buscar la maximización de la libertad individual y que cualquiera que intente limitarla, debe tener una muy buena razón para ello.” Este excelente libro es esencial para mi exposición. Butler advierte que “el liberalismo no es una ideología determinada, sino una gama de puntos de vista acerca de temas sociales, económicos y políticos, basada en una creencia en la libertad y en una aversión hacia la coerción de una persona por parte de otra.”

Para Butler, el liberalismo clásico considera diez aspectos en los cuales los liberales clásicos suelen estar de acuerdo. Entiendo por libertad, a la ausencia de coerción.

Obviamente, el primero es la creencia en la libertad. En su maximización. Esa creencia surge por diversas razones, tales como, para muchos, que la libertad es un bien en sí mismo: que la gente prefiere ser libre a ser coaccionada.

Otras piensan que se deriva de derechos naturales, como producto de Dios o de la Naturaleza (John Locke o Thomas Jefferson, son ejemplos).
Además, están los contractualistas, que consideran que hay un contrato social para evitar la anarquía, el conflicto y el caos propios de un estado de la naturaleza (ejemplos, Locke, Hobbes).

Otros ven la presunción en favor de la libertad al ser requisito esencial para el progreso (como John Stuart Mill). Éste me llama la atención, tal vez por mi sesgo como economista, pues considero que el capitalismo es la aplicación a la economía de los principios liberales clásicos y que ha mostrado ser el más exitoso reductor de la pobreza de todos los sistema económicos practicados en la historia del hombre. Nada más, de paso, brindo una información proveniente de Naciones Unidas que señala que, entre las Metas del Milenio (MDM) proclamadas en 1990, la primera era “reducir a la mitad la proporción de gente con un nivel de ingreso menor que $1 al día en el lapso entre 1990 y el 2015”. Esa meta se satisfizo antes de lo esperado, en el 2013. “En 1981, un 53 por ciento de las personas de países en desarrollo vivían en condiciones de pobreza. Para el 2011, el porcentaje se había reducido a un 17 por ciento –una caída porcentual del 36 por ciento en 30 años, un logro notable.” [Steven Radelet, The Great Surge, Simon & Schuster Paperbacks, 2015, p. 30].

Hay pensadores que arriban a esa conjetura acerca de la libertad desde lo que se considera un punto de vista humanista, por el cual valoran que un individuo no es una persona a plenitud, si es controlada por otras personas, pues le convierte en un número en vez de una persona plena (me imagino que Thomas Payne).
Otros arriban a aquel principio mediante una visión utilitaria, por la cual la libertad es la mejor forma de hacer máximo el bienestar de la sociedad como un todo (como Adam Smith o David Hume). Recordemos la relación que hace Smith entre la libertad individual y el bienestar de la sociedad, en su ejemplo de la mano invisible. Pero esa relación no es perfecta y es muy compleja. Descansar en principios de altruismo para organizar la sociedad no nos llevaría lejos, en tanto que el principio del interés propio, en un marco de costumbres, tradiciones y de formas esperadas de comportamiento y algún grado de coerción, permiten que dichas relaciones se hagan en armonía y sin daño a terceros, a la vez que, en el campo económico, logra los mejores resultados.
La palabra libertad “significó en todo momento la posibilidad de que una persona actuase según sus propias decisiones y planes, en contraste con la posición del que hallábase irrevocablemente sujeto a la voluntad de otro, quien, de modo arbitrario, podía coaccionarle para que actuase o no en forma específica. La expresión que el tiempo ha consagrado para describir esta libertad es, por tanto, ‘independencia frente a la voluntad arbitraria de un tercero.’” [F.A. Hayek, Los Fundamentos de la Libertad, Madrid: Unión Editorial, 1975, p. 27.]

A quienes creemos en la libertad, independientemente de la fuente de su creencia, se nos puede llamar liberales clásicos.

El segundo punto en el cual, según Butler, están de acuerdo los liberales clásicos es en la primacía del individuo. Un aspecto importante de destacar es que los liberales consideramos que el individuo es más importante que la sociedad. Son las personas quienes actúan y toman decisiones, no los entes colectivos, que no tienen mente propia (individualismo metodológico). Cuando se escucha que se debe sacrificar al individuo por el colectivo, en realidad no es otra cosa más que el sacrificio de un conjunto de personas que tienen convicciones propias, usualmente en desacuerdo con otras, para beneficio de alguno de estos otros grupos y no de toda la colectividad. Experiencia clara es el caso de “líderes” quienes, al imponer sus preferencias (o las de su grupo), han causado tanta amargura a la humanidad. También debe indicarse no hay posibilidad de que un individuo reúna todo el conocimiento existente en una sociedad, conocimiento que incluso fluye constante. Ante tal complejidad, hay una mayor posibilidad de que un individuo conozca mejor cuáles son las mejores decisiones para él, que como lo sabría quien preside o lidera al colectivo. Por eso, mejor dejar que sean los individuos quienes tomen sus decisiones.
Según Ludwig von Mises, “...conviene advertir que la acción es obra siempre de seres individuales. Los entes colectivos operan, ineludiblemente, por mediación de uno o varios individuos, cuyas actuaciones atribúyense a la colectividad de modo mediato... Es el verdugo, no el estado, quien materialmente ejecuta al criminal. Sólo el significado atribuido al acto transforma la actuación del verdugo en acción estatal.” (La Acción Humana, Madrid: Unión Editorial S.A., 1986, p. 70).

Un tercer elemento que comparten los liberales clásicos es el anhelo de una coerción mínima. Ojalá todo se pudiera resolver pacíficamente, pero sabemos que en la realidad no es así: siempre hay la amenaza o la coerción de algunos hacia otros. Para evitar tal imposición, los liberales le dan el monopolio de la fuerza al estado. Pero, debido a que el estado es manejado por individuos y, por tanto, sujetos a la posibilidad de abusar de aquella, dicha facultad debe minimizarse. Es más, siempre se debe justificar cualquier acción que el estado pretenda imponer, tal que pruebe que dicha restricción a la libertad es necesaria y suficiente para garantizar un beneficio a la sociedad, no sólo ser impuesta porque desaprobamos las acciones de algunos.

El conocido “principio de que no haya perjuicio” se refiere a que “El único objetivo que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legítima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedirle perjudicar a otros; pero el bien de este individuo, sea físico o moral, no es razón suficiente. Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo.” [John Stuart Mill, Sobre la Libertad, Madrid: Aguilar, 1977, p. 17).

Como cuarto elemento en común está la tolerancia. Íntimamente ligado al anterior -“el principio de que no haya perjuicio”- los liberales clásicos no sólo ven como deseable la tolerancia en sí, sino que es esencial para la cooperación pacífica y una sociedad que rinda beneficios, porque naturalmente existen diferencias entre humanos libres, lo que puede requerir de un sistema de justicia que dirima conflictos. Se puede estar en desacuerdo con ciertas conductas u opiniones, pero hay un costo enorme al tratar de que le gente las cambie, como por ejemplo, las Cruzadas o las guerras religiosas o las tiranías de tiempos recientes, que han acabado con pueblos enteros.

A la vez, debe haber tolerancia, porque entre las mismas personas no es posible llegar a acuerdos acerca de lo que es aceptable o inaceptable. La gente valora diferente a diversas cosas, de forma que lo racional, como forma de vida para una persona, no necesariamente lo es para otra: es sólo un asunto de opinión.
Además, la diversidad estimula la individualidad, la originalidad, la innovación, factores que alimentan al progreso humano. La opinión de otros nos beneficia, pues en nuestra ignorancia propia nos permite mejorar personalmente, incluso si esa opinión es errada, pues sirve de punto de referencia para evaluar las convicciones propias. O sea, ayuda a mejorar a todos y a cada uno de nosotros.

Refiriéndose a la tolerancia religiosa, John Locke escribió: “No es la diversidad de opiniones, que jamás podrá ser evitada, sino el rechazo de la tolerancia frente a aquellos que tienen opiniones diferentes, que bien podrían haber sido respetadas, lo que ha producido todas las discordias y guerras religiosas en el mundo cristiano.” [John Locke, Carta sobre la Tolerancia, [I]Estudios Públicos, 28, 1987, p. 38]

Dice Karl Popper: “En una discusión que evite los ataques personales, casi siempre podemos acercarnos a la verdad... Estos... principios implican... la tolerancia: si yo espero aprender de ti y si tú deseas aprender en interés de la verdad, yo tengo no sólo que tolerarte sino reconocerte como alguien potencialmente igual... podemos aprender mucho de una discusión, aun cuando no conduzca al acuerdo: una discusión puede ayudarnos a arrojar luz sobre algunos de nuestros errores.” [Karl Popper, “Tolerancia y responsabilidad intelectual,” en En Busca de un Mundo Mejor, Barcelona: Paidós, 1966, p. 255].

Una quinta noción en que los liberales clásicos están de acuerdo es el de un gobierno limitado y representativo. Ya habíamos indicado, al referirnos al principio de minimizar la coerción, que al dar las personas al estado el monopolio del poder, a fin de proteger a las personas de ser dañadas por otras, ese otorgamiento no era ilimitado, sino que, por el contrario, al ser los gobernantes seres humanos, tienen las mismas falencias que el resto de humanos. Además, como nos advirtió Lord Acton, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, lo cual debe añadirse a la presunción de los políticos, cuando dicen que actúan en el “interés público”, que, en realidad, no lo hacen más que en sus propios intereses.

La legitimación de dar el monopolio del poder al estado por parte de los individuos, descansa en que la función esencial del estado es expandir la libertad y no restringirla, por lo cual no puede el gobierno tener más poderes que los que los individuos poseen. La función del estado es salvaguardar nuestros derechos a la vida, la libertad, la propiedad y la búsqueda de la felicidad, pero, a la vez, tenemos que protegernos del abuso del poder; por ende, la necesidad de limitarlo en su alcance.

Arribamos al tema de cómo, según los liberales clásicos, debe ser la toma de decisiones que requieren de la acción colectiva –por ejemplo, siguiendo a Adam Smith, la defensa ante el invasor externo, la existencia de un sistema judicial que dirima conflictos, e incluso, si se me permite, contribuir a la educación pública y erigir instalaciones físicas, como puertos o puentes, que los individuos no llevarían a cabo por sí mismos y que promueven la libertad en vez de amenazarla. En dónde se fija el límite a las funciones del estado (límite en que difieren casi todos los pensadores liberales clásicos) es tema difícil de definir, pero, en esencia, los liberales clásicos se dan cuenta plena de la necesidad de disponer de un gobierno limitado y del peligro de un gobierno cada vez más intrusivo. Así como también en cuanto a la forma de remover a malos gobernantes con un costo menor, comparado con el ejercicio del derecho de las personas a una revolución para quitar al gobernante que ha perdido su confianza.

Para poner en práctica estas últimas decisiones, que requieran de acción colectiva, los liberales clásicos suelen preferir -si bien con escepticismo- al orden democrático, en donde los individuos en general tomen las decisiones y no una élite, sino mediante un gobierno representativo de aquellos individuos. Reconocen la imperfección del proceso democrático, pues, de hecho, no reconcilia los intereses diferentes de distintas partes (como sí lo hace un mercado), al tratarse de una escogencia entre intereses en conflicto, ya sea de electores, de sus representantes y de funcionarios de gobierno. Ante estos riesgos de producir la explotación de unos por otros o resultados irracionales o una represión de las libertades de las personas, los liberales clásicos suelen argumentar que se use el proceso democrático, para resolver temas que no pueden ser resueltos de otra manera, proceso que debe estar limitado a ciertas reglas. (Yo me opondría a una decisión “democrática” para eliminar a los gordos y bigotones y ahora barbudos). Esto es, que haya límites acerca de cómo se deciden decisiones colectivas y que se respeten los derechos y libertades de las personas: estos derechos y libertades no dependen de números o de mayorías.

Acudo a David Hume: “Los escritores políticos han establecido como máxima que, al concebir cualquier sistema de gobierno y fijar los diversos frenos y regulaciones de la constitución, debería considerarse a cada hombre como un pícaro que, en todas sus acciones, no persiguiese otro fin que el interés particular... es una máxima política justa la de que debemos suponer que todo hombre es un pícaro, aunque, al mismo tiempo, resulte un tanto extraño que una máxima falsa de hecho, haya de ser verdadera en la política.” [David Hume, “Sobre la Independencia del Parlamento,” en Ensayos Políticos, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1987, p. 103].

La vigencia de la regla de la ley es un sexto elemento común en pensadores liberales clásicos. Es conocido el dictum de “gobierno de leyes, no gobierno de hombres”: significa que el arte de gobernar se sustenta en leyes conocidas y no en decisiones arbitrarias de personas y que esas leyes se aplican a todos los gobernados, con independencia de sus características individuales; nadie, incluso los gobernantes, está por encima de las leyes.

Para la vigencia del principio de la regla de la ley se requiere que exista un sistema judicial independiente, que asegure bases esenciales como el juicio por un jurado, el debido proceso de la ley y el habeas corpus. En síntesis, la ley debe tratar igualmente a las personas y que nadie sea ayudado o dañado por decisiones arbitrarias de los gobernantes. De aquí que los liberales rechazamos las propuestas de redistribuir la riqueza o el ingreso de forma comprensiva, pues nadie posee el derecho a un apoyo del estado, producto de una obligación que tiene que ser sufragada por todos los demás, quienes incluso no tienen responsabilidad o culpa de la situación desafortunada de quienes se pretende ayudar. Antes de que se me acuse de “dureza de corazón”, en las sociedades libres les va mejor a los pobres, pues en gran proporción han sacado a la población de una miseria extrema, además de que en las sociedades más ricas hay mayor predisposición al ejercicio libre de la caridad, pues, aunque esas personas no tengan una obligación legal de dar ayuda, es parte de una decisión moral tomada libremente por las personas.

La existencia de la regla de la ley asimismo introduce una certeza deseable en cuanto al comportamiento humano: difícilmente se concibe que pueda existir un orden político y social sin reglas de la ley, que esencialmente se basen en principios como generalidad (pocas excepciones a las reglas), universalidad (aplicables a todos) y estabilidad (que no varían constantemente como para introducir confusión en las personas). Así, se asegura que la gente pueda hacer mejor sus planes y tener confianza en el comportamiento a seguir, en contraste con la arbitrariedad en las leyes. Elementos como constituciones, libertad de expresión y el derecho consuetudinario, que nos protejan del capricho de las autoridades, son claves en este renglón.

Modernamente así lo describe Donald Boudreaux, “Cuando todas las personas, incluyendo a los funcionarios gubernamentales más encumbrados, están sujetas a las mismas reglas generales e imparciales, cada individuo disfruta de las mayores oportunidades de lograr tanto como sea posible de los fines que escogió. Reina la verdadera igualdad. Esta igualdad es igualdad ante la ley. No garantiza igualdad de resultados. Pero significa que ninguna persona o grupo de interés posee un peso adicional o es señalada para ser eximida. El resultado es que ninguna persona o grupo de interés se sacrifica para que otras personas o grupos puedan disfrutar de privilegios especiales. Así, una sociedad es verdaderamente de leyes y no de hombres.” [Donald Boudreaux, The Essential Hayek, Canadá: Fraser Institute, 2014, p. 31].

No me atrevo a afirmar que la idea de un orden espontáneo, sea compartida, como un séptimo principio, por la totalidad de los pensadores clásicos, pero es una idea de vieja data, que ha sido recientemente fortalecida por el pensamiento de F.A. Hayek. La idea de un orden espontáneo es que las sociedades complejas que vemos alrededor nuestro, no son producto del diseño humano, sino de la acción humana. En vez de un constructivismo racionalista, que considera que esos órdenes complejos son resultado del diseño de alguna persona en particular, surgen espontáneamente de la interacción de personas, sin ser planeada ni diseñada por alguien o algunos. Tampoco el gobierno las crea, sino que emergen a través de una infinidad de interacciones de individuos, en donde persisten aquellas que aseguran, a lo largo del tiempo, un resultado deseable para los partícipes de ese orden; caso contrario, se abandonan y reemplazan por otras reglas.

La economía (los mercados, los precios y el dinero) no es el único ejemplo de un orden espontáneo; también, por ejemplo, lo es el idioma.
Para nuestros efectos, para que funcionen los órdenes sociales no se requiere del gobierno o de una planificación, sino que emerjan de esas interacciones privadas, en donde cada cual busca sus propios objetivos, respetando los derechos y libertades de otros. El estado, más bien, puede hacer que el orden se convierta en caos.

En su obra de 1782, Adam Ferguson, de la Ilustración Escocesa, lo explicó así: “Cada paso y cada movimiento de la multitud, aun en épocas supuestamente ilustradas, fueron dados con igual desconocimiento de los hechos futuros; y las naciones se establecen sobre instituciones que son ciertamente resultado de las acciones humanas, pero no de la ejecución de un designio humano.” [Essay on the History of Civil Society, 5a. edición, Londres: T. Cadell, 1782, p. 205].

El octavo principio presuntamente compartido entre pensadores liberales gira en torno a la propiedad, el comercio y los mercados. El orden de una economía libre de mercado genera prosperidad debido a una regla sencilla: el respeto por la propiedad privada y los contratos, que permite la especialización y el intercambio, dando lugar a un orden mucho más complejo que lo que algún individuo o ente pudiera crear. La propiedad privada va más allá de la propiedad física, pues incluye intangibles de muy diversas formas.

La existencia de derechos de propiedad es esencial en el sistema de mercado, pues, al tener la seguridad de la propiedad, las personas pueden intercambiar con otros lo que cada una de las partes valora más. La propiedad se puede adquirir mediante el intercambio pacífico con otras personas y uno tiene el derecho a la propiedad, sin que otros simplemente se la roben. La gente se especializa en producir aquello en que es relativamente más eficiente, lo que hace que el sistema dé lugar a esa enorme generación de riqueza. Además, la vigencia de la propiedad permite que la gente acumule capital; que invierta en maquinarias y equipos que permitan producir una mayor cantidad, con mayor rapidez y mejor calidad.

La propiedad es legítima cuando no se obtiene mediante coerción, sino por el intercambio u obsequio, o apropiándose de algo que nadie quiere o posee: no hay daño a nadie para obtenerla. La mayoría de la propiedad es creada. Las reglas de propiedad pueden ser complejas, pero permiten a la gente cooperar, intercambiar, pacíficamente con su especialización. Al facilitar la cooperación mediante el intercambio, las reglas de propiedad han evolucionado. Muy importante es que, al haber propiedad, las personas tienden a conservarla, cuidarla e invertir en su uso productivo. Eso beneficia a todo mundo, al facilitar el intercambio cooperativo de los mayores bienes que se pueden lograr, además de que, al ser privada, facilita la resistencia contra un estado depredador.

En palabras de Hayek, “La percepción de que ‘buenas cercas hacen buenos vecinos’; esto es, que los hombres pueden usar su propio conocimiento en la prosecución de sus propios fines, sin entrar en colisión el uno con el otro, si se pueden establecer límites claros entre sus correspondientes dominios de acción libre, es la base sobre la que ha crecido toda civilización conocida. La propiedad... es la única solución que tienen los hombres hasta ahora descubierta, para el problema de reconciliar la libertad individual con la ausencia de conflicto. La ley, la libertad y la propiedad son una trinidad inseparable. No puede existir ley alguna en el sentido de reglas universales de conducta, que no determine límites a los dominios de libertad, al establecer reglas que permiten a cada uno determinar hasta dónde es libre de actuar.” [F.A. Hayek, Law, Legislation and Liberty, Vol. I: Rules and Order, Chicago: The University of Chicago Press, 1973, p. 107].

Como noveno elemento compartido por los liberales clásicos se menciona a la sociedad civil, que no es sino otro nombre para asociaciones voluntarias de personas para satisfacer sus necesidades de mejor forma que los gobiernos. Aquí hay varias cosas interesantes, como es la crítica a la idea de que para los liberales las personas son entes atomísticos, aislados, homos economicus, que sólo tienen como interés lo propio, cuando lo cierto es que vivimos en sociedad -animales sociales- que no sólo solemos hacerlo en familias, sino también participando en agrupaciones que permite relacionarnos y cooperar con el resto de las personas, tales como asociaciones o clubes o sindicatos u organizaciones caritativas, entre otros; tal vez lo que Hume o Smith agrupaban como “simpatía o benevolencia”, que permiten la vida en sociedad.

Por otra parte, la existencia de la sociedad civil sirve como freno ante el interés del estado para reprimir a individuos en particular, además de que demuestra que hay formas alternativas a la acción gubernamental para resolver problemas.

Comparto las palabras del recientemente fallecido pensador liberal, Michael Novak: “Un sistema que se rige por el principio según el cual los individuos son los que están en mejores condiciones de juzgar por sí mismos sus reales intereses puede ser acusado de institucionalizar el egoísmo y la codicia..., pero sólo si se parte de la premisa de que los seres humanos son tan depravados que nunca efectúan otra clase de elección... los verdaderos intereses de los individuos muy rara vez se limitan a la preocupación y cuidado por sí mismos. Para la mayoría de las personas, los intereses de su grupo familiar significan más que los propios y con frecuencia estos se subordinan a aquellos. También las comunidades les importan.” [Michael Novak, El Espíritu del Capitalismo Democrático, Buenos Aires: Ediciones Tres Tiempos, 1983, p.p. 96 y 97.]

Finalmente, como décimo elemento compartido en el pensamiento liberal clásico, se menciona a valores humanos en común. Con frecuencia se considera al liberalismo como una especie de vigilante nocturno que no hace nada, pero ciertamente la función esencial del estado de proteger la vida, la libertad y la propiedad, son tareas difíciles. Los liberales clásicos no somos hostiles al estado. Recordemos que Hume nos hablaba de “las imperfecciones y límites estrechos del entendimiento humano” y Smith en muchas partes abogó por funciones propias del estado; es más, en palabras de Depak Lal, “en vez de existir una armonía de intereses, se requiere de un marco legal que medie entre intereses en conflicto y que reconcilie el interés propio con el bien público. Los liberales clásicos creen firmemente en la ‘libertad bajo la ley’ y por tanto un laissez faire calificado en vez de un laissez faire absoluto.” [Depak Lal, Reviving the Invisible Hand, Princeton: Princeton University Press, 2006, p. 48].

Para evitar el abuso del poder por parte del estado -a lo cual nos hemos referido antes- se imponen limitaciones a la acción posible del estado. Así, en el área política, si bien los liberales clásicos favorecemos la libertad de expresión, la libertad de asociación y la regla de la ley, al saber de la fragilidad humana de los políticos y que una sociedad no puede vivir basada sola en la benevolencia, proponemos la libertad y la igualdad bajo la ley, con un sistema de justicia que impida que se haga daño a terceros, a la vez que no sea intrusivo en la vida de las personas.

En lo económico, favorecemos la libertad para producir e intercambiar y el libre movimiento de bienes, servicios y personas, pero, al tener el estado funciones por realizar se hace necesaria la existencia de impuestos para que defienda la libertad y los derechos de personas y la provisión de bienes públicos, en caso de que los individuos no produzcan lo suficiente bajo las reglas del mercado. En todo caso, la regla esencial es que la carga de la prueba para la intervención del estado, queda en manos de sus proponentes.

Para terminar, en palabras de Hayek, “...debe dejarse a cada individuo, dentro de límites definidos, seguir sus propios valores y preferencias antes que los de otro cualquiera, que el sistema de fines del individuo debe ser supremo dentro de estas esferas y no estar sujeto al dictado de los demás. El reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines, la creencia que, en lo posible, sus propios fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la posición individualista.”

Muchas gracias por su amable atención.

Publicado en mis sitios de Facebook, jorge corrales quesada y Jcorralesq Libertad, el 12 de agosto del 2017.