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Jorge Corrales Quesada
19/11/2015, 16:35
NUESTRA MEMORIA HISTÓRICA
MI BASTÓN ALPINO
Por Mario Alberto Jiménez

Gracias a don Federico Malavassi, pude tener acceso a un libro de don Mario Alberto Jiménez, Obras Completas, en el cual aparece su ensayo “Mi bastón alpino” que aquí les presento. Sé que por mucho tiempo fue Jefe del Departamento Legal de la Contraloría General de la República y honra a esa institución por su honestidad y trabajo dedicado. La otra referencia que encontré de él en la red, la pongo aquí, pues resume su carácter: “Abogado de oficio y escritor de pasión. Se dijo, con más deseo que precisión, que fue el último de los liberales. Más precisas son su ironía fresca y su franco escepticismo, ambos críticamente apuntados al devenir del solar criollo. Defensor de la libertad individual y de la condición ciudadana que la engendra, cada vez que el estado costarricense movía su visible mano, publicaba escritos como éste.” Nació en 1911 y murió en 1961.

Este ensayo fue tomado de su libro Obras Completas (tesis jurídica), Editorial Costa Rica, 1962, p.p. 287-294. Y en cierto momento, entre 1957 y 1961, lo publicó originalmente en el periódico La Nación.

“En mi niñez tuve para entretenerme muchos libros bonitos, pero ninguno me causó tanto placer como un viejo catálogo que rodaba por casa de la célebre manufactura francesa de Saint Etienne. Voluminoso, era como una biblia del deporte. Cuando lo descubrí, me apropié de él y todavía hoy figura entre mis libros favoritos. En la sección de armas había preciosas escopetas de todos los estilos. Los anzuelos en colores formaban también una colección fascinante. Para la cacería, el ciclismo, la esgrima, el canotage, el alpinismo y todos los deportes, hasta el de la guerra, no faltaba apero. Aquel mundo de artefactos masculinos se completaba con vistosas estampas intercaladas fuera de texto, de perros de cacería, caballos y paisajes alpinos. Noche a noche me instalaba en la mesa del comedor a repasar una a una aquellas páginas tan incitantes a la aventura. Me hice grande y después de grande me hice viejo y nunca cacé leones en el África, ni escalé el Mont Blanc, ni galopé en caballos ingleses. Aunque de los más auténticos costarricenses, para desgracia mía no tengo el formidable temperamento deportivo de mis compatriotas. Si yo fuera un hombre fuerte acostumbraría ir todos los domingos al Estadio en automóvil, por supuesto en el de un amigo, me instalaría cómodamente en la gradería de sombra y durante por lo menos dos horas, vociferaría emocionado por la suerte del equipo de mi frenesí y talvez tomaría sorbitos a cuello de botella del guaro que hubiera llevado el amigo del automóvil o cualquier desconocido, que nadie es tan fraternal como los bebedores. Luego, de regreso, seguirían las libaciones por haber ganado o por haber perdido mis colores. En eso era muy sabio un obrero que me trabajaba. Cuando el equipo de Costa Rica se fue a lucir como de costumbre en no sé qué parte del mundo, mi trabajador se embriagó el mismo día de la partida y entre hipo e hipo me explicó que si los ticos ganaban había que embriagarse y que si perdían también había que embriagarse; lo único que él hacía era anticiparse al dolor o a la alegría.

Como no soy deportista lo que acostumbro es irme los domingos a deambular cuesta abajo y cuesta arriba durante horas por las magníficas serranías del sur de San José, La Carpintera o las montañas de Patarrá para bajar por Coris. Los hombres débiles no entendemos ni aguantamos eso de sentarse a contemplar a veintidós señores atletas disputándose una bola tan profesionalmente como un dentista puede sacar una muela o un notario redactar escrituras y preferimos las largas jornadas por los senderos montañeses bajo nuestros increíbles cielos azul gema y disfrutar de la no menos increíble orquestación silenciosa de los verdes de la Meseta Central o de los campos de Cartago. Qué lástima que el Veronés y el Tintoreto hubieran existido sin conocer los campos de Costa Rica. Decía mi tío Gonzalo, lleno de razón, que los mejores espectáculos son gratis. La naturaleza no cobra ni por sus amaneceres ni por su sol radiante ni por sus brumas; lo único que pide para regocijarnos es un poco de sensibilidad, esa sensibilidad que descuida tanto la escuela costarricense y que se acaba de arruinar en los estadiums y en las canchas, como si ser sensitivo fuese indigno de hombres fuertes con mentes sanas. Está todavía dudoso si nuestros futbolistas son los mejores del mundo. Lo que sí ha dicho la ciencia en forma definitiva es que nuestra flora es una de las más espléndidas del mundo. Eso lo saben, por ejemplo, los alemanes, pero los ticos no podemos saberlo si nunca se nos ocurre ir tranquilamente y con los ojos abiertos por nuestros valles, bosques y páramos. Para eso se necesita ser débil y hasta ser pobre a fin de no sufrir la dictadura del automóvil. El ambular en paz consigo mismo por los campos no deja de tener, sin embargo, sus peligros. No lo digo por aquella desbarrancada que me dí cuando muchachito en los picos de San Miguel de Escazú y que valió me trajeran a San José inconsciente amarrado sobre un caballo. No. El peligro mayor es que los compatriotas lo tilden a uno de loco. Hay que ver la cara de compasión que ponen los conocidos que pasan disparados en sus flamantes automóviles cuando tropiezan conmigo en algún trozo de carretera. Uno de ellos y que por entender mucho de pequeñas diferencias ha llegado muy lejos en la profesión de abogado, paternal me dijo un día:

─Mirá Jiménez, tu sales a pasear a pie con zapatos negros y eso te va a dar fama de loco. Si siquiera te pusieras blancos la gente diría que eres todo un deportista. Nada te cuesta cambiar. Te lo aconsejo.

Alegra mucho que la inmensa mayoría de mis compatriotas sean hombres fuertes que no necesitan practicar el consejo del sabio Alexis Carrell, recomendando no destruir el hombre primitivo que todos llevamos dentro y salir de vez en cuando a soportar fatiga, sol, polvo, viento y hasta el agua de uno que otro chaparrón. Digo que es de alegrarse porque así no echan a perder el paisaje con sus gandulerías, como esos que el día de San José se congregan ritualmente en el Volcán Poás y so pretexto de frío, ya no de pena ni de alegría, se embriagan y violan mujeres y queman los bosques vecinos tal como informa luego la prensa alarmada. Parte del encanto de los caminos montañeses es su soledad sólo interrumpida de vez en cuando por el adiós amigable de nuestro campesino que nunca pasa sin saludar o el adiooos prolongado, anónimo y tímido salido por el ventanillo obscuro de las casas de adobe, que los chacalines, desde la tranquera, corean repitiéndolo de mayor a menor como el glisado de una marimba. Adiooos señor. Adiooos señor. Adiooos señor…

Dio la casualidad que el año pasado me tropezara con un inglés que tenía el último catálogo de Saint Ettiene. Me alegró. Me puse a ojearlo y dí con un bastón alpino. Siempre había deseado tener un bastón alpino. Nunca satisfice el deseo y tal vez a eso se deba alguno de los muchos complejos que seguramente me adornan. Una vez quise que me lo hicieran aquí y todos los bastoneros nacionales me pusieron dificultades: ellos no podían hacer un bastón liviano y resistente de una sola pieza. Los fabrican preciosos de maderas nacionales como souvenirs para los turistas pero no sirven para subir montañas. Lo más bueno del hallazgo era que el bastón alpino sólo costaba en el catálogo quince céntimos oro. Un precio increíble. Ni siquiera valía un colón de Costa Rica. Pocas veces se nos presenta la oportunidad de satisfacer tan barato un deseo reprimido desde la infancia. Quitarse una joroba espiritual por sólo un colón era realmente una ganga. Cualquier psicoanalista me lo hubiera aconsejado, previo pago, naturalmente, de veinticinco colones por la consulta. Al buen inglés no le interesaba el negocio. ¿Cuál podía ser su comisión? Ni pidiendo cien colones se le aumentaba. Sin embargo, lleno de esa comprensión sajona por los que suben montañas y bajan barrancos, complaciente me ofreció hasta enviar el pedido por correo aéreo. Pediríamos dos bastones alpinos. El otro le podía servir a mi hermana. Pasaron los días indispensables y el señor inglés con toda puntualidad me avisó que los bastones de montaña se encontraban aquí. Los franceses no se quedaron atrás del carácter británico y se habían dignado atender la mísera orden de treinta céntimos oro, pero el señor inglés me pedía instrucciones; en la aduana de Costa Rica se presentaban dificultades: por desalmacenar el paquete había que pagar más de ₡100.00. A pesar de que ya estamos acostumbrados a las bromas del arancel de nuestros estadistas proteccionistas aquello parecía una equivocación evidente y decidí, en calidad de abogado, ir a sacar yo mismo mi bastón alpino. Inútil. Cien colones para el fisco o no había bastón alpino. De nada sirvió alegar que no se trataba de un bastón común sino de un artículo de deporte y que como tal debería de ser aforado con moderación ya que en Costa Rica el deporte es lo único inviolable. Nada. No siempre le ayuda a uno la condición de abogado. ¿Cómo pretendía yo hacer alpinismo en Costa Rica si lo que tenemos aquí son los Andes? Mi argumentación olía a tinterillada fácil. El aforo es enérgicamente proteccionista de la industria costarricense, la cual nunca ha pensado en hacer un bastón alpino ni un bastón andino. Un bastón de montaña europeo es una simple rama de fresno doblada en un extremo al vapor para formarle el mango y con un clavo fuerte en la punta que ayuda a hundirlo en la tierra.

Francia es el país de la razón y a ningún compatriota de Descartes se le puede ocurrir el absurdo de que en alguna parte del mundo un artículo insignificante que sólo vale quince céntimos tenga que pagar cien colones de aforos y creyendo hacer una gracia preservaron mis bastones en una fortísima caja de pino larga como un ataúd. Naturalmente, también el peso del embalaje pagaba como bastón de lujo. Un distinguido personaje se enteró del asunto e intervino en mi favor y luego otros y otros. Alguien propuso recurrir al NAUCA. Y vino el NAUCA. Para quien no lo sepa, NAUCA significa Nomenclatura Arancelaria Uniforme de Centroamérica. Ya es de suponer que se trata de un libro monumental y decisivo. La venerable obra, precursora de la unión centroamericana prevé los bastones de sport y para definirlos da como ejemplos, los de polo, de golf, criquet y sin mencionar los de montaña termina con el consabido etcétera. Me pareció correcto alegar que en ese etcétera estaba lógicamente comprendido mi bastón. Nuevo fracaso. El inflexible funcionario replicó que con la misma razón con que yo lo tenía por incluído, él lo tenía por no incluido.

En esas me llegó de refuerzo un alto funcionario enviado de otra dependencia superior que venía a estudiar el caso. Por dicha se trataba de un contemporáneo mío, el cual comenzó por atestiguar que a él le constaba que a mí sí me gustaba realmente caminar porque varias veces con extrañeza me había visto trotando por los caminos. Esa declaración estableció en favor de mi honradez la presunción de que por los antecedentes yo no iba a usar el famoso bastón ferrado para ir a palacio o a misa. Después de largo deliberar se llegó a una transacción: yo pagaría treinta y siete colones cincuenta céntimos como derecho de aduana, pero, eso sí, me comprometía solemnemente a dos cosas: primero, a que nunca volvería a importar un bastón alpino; segundo, a que no contaría a nadie la benevolencia con que me habían tratado al considerar el bastón de montaña entre los etcéteras de los bastones de sport del NAUCA. Todavía vacilé, pero como había intervenido tanta gente distinguida pagué y yo mismo me eché el ataúd al hombro para llegar cuanto antes a la oficina, donde mis amigos, intrigados por conocer el primer bastón alpino, habían esperado impacientemente tres días. Se abrió el fuerte ataúd y resultó que de los dos bastones de que constaba el pedido, sólo uno había llegado. A los franceses se les olvidó poner el otro.

De mi palabra dada cumpliré toda la vida la parte de no pedir al extranjero otro bastón ni tampoco ninguna ganga que en un catálogo se ofrezca por quince céntimos oro. En cuanto a contarlo no se me juzgue mal por infringir mi palabra. Ruego tomarlo como una colaboración para la industria nacional. Contándolo, talvez a nadie se le ocurra la misma mala idea de pedir a Europa otro bastón alpino.

La historia es banal, pero revela el raro concepto que de sport tenemos por aquí y muestra también la ferocidad de nuestro Arancel de Aduanas, proteccionista hasta de lo que no se fabrica en el país y que como todo lo despiadado es injusto.”

Como habrán podido leer, además de su excelente capacidad como escritor, este ensayo es una crítica a un sistema proteccionista absurdo, que imponía enormes costos a los consumidores. Eso deben de tenerlo presente quienes en la actualidad tienen menores problemas en ese sentido que lo que sufrió Mario Alberto Jiménez, con un sistema totalmente injusto e ineficiente.

Publicado en Facebook el 19 de noviembre del 2015.