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Jorge Corrales Quesada
10/11/2015, 11:12
VUELVO CON LO MISMO DE HACE MUCHOS AÑOS ATRÁS
Por Jorge Corrales Quesada

Con toda franqueza les digo que ya me tienen cansado denuncias como las que recientemente hace la Contraloría General de la República, en torno al mal manejo que se hace de los fondos públicos. Es por ello que el artículo que aparece en La Nación del 30 de octubre, titulado “Contralora denuncia terrible manejo de dinero para obras: Marta Acosta explica a legisladores deficiencias de proyectos financiados con crédito externos”, me cansa, porque ya son muchas las veces en que la Contraloría dice lo mismo a los gobierno de turno y las cosas siguen y siguen haciéndose mal. Casi que la Contraloría en esto parece estar pintada en el papel: me duele decirlo, pero creo que es cierto.

Al mismo tiempo, reconozco que esa es la obligación esencial de la institución, cual es indicar cuando se da un mal manejo de los fondos de los ciudadanos de parte de los gobernantes. Esa es su función primaria, razón por la cual me molesta ver a un presidente, quien si bien acepta la crítica de la Contraloría (es su obligación aceptarla o bien probar que la Contraloría se equivoca), decir, en un artículo de la Prensa Libre del mismo 30 de octubre, que “Cuando se señalan las limitaciones no siempre se hace referencia a los logros y ha habido logros también en construcción, en mantenimiento de vías y en atención de emergencias que han ocupado buena parte del trabajo del MOPT”. [La Prensa Libre, “Solís critica a Contraloría por no reconocer logros,” 30 de noviembre del 2015.)

La Contraloría no está para dar aplausos a gestiones de los funcionarios ni siquiera de señalarlas cuando ellos las han hecho bien, pues la obvia presunción es la obligación del funcionario (en este caso del presidente del Poder Ejecutivo y del ministro del ramo) hacer bien las cosas: que haya un correcto y eficiente manejo de los dineros públicos. Si, como lo pretende el Presidente, lo apropiado es que la Contraloría alabe las acciones que él considera son “buenas”, pues mejor que se le cambie el nombre al órgano de control, por el de “ministerio de adulaciones o de ditirambos o de aleluyas”, que apropiadamente aplaudiría con cánticos elogiosos la gestión de los políticos. Parece que en ciertos lares hace falta un buen repaso de la Constitución de la República.

Son muchas las explicaciones que nos suelen brindar las autoridades de gobierno acerca del porqué de esos retrasos en la realización de las obras. Obviamente algunas de ellas tienen bases ciertas; no así en otros casos. Una en la cual creo que tienen cierto grado de razón las autoridades de obras públicas es en cuanto al engorroso proceso licitatorio. No creo que lo sea tanto en los requisitos formales que se deben presentar ante la Contraloría para llevar a cabo un proyecto, pues para ello la burocracia estatal usualmente está muy preparada, sino en cuanto a las múltiples apelaciones que se presentan ante la Contraloría, una vez que se adjudica la obra pública a alguna empresa específica.

Por dicha razón, tal vez por última ocasión pues ya estoy algo cansado de seguir en lo mismo, vuelvo a insistir en la aprobación de un mecanismo que creo permitiría evitar el abuso con las apelaciones ante la Contraloría, que en la actualidad se presenta. Para reiterar los argumentos no haré nada más que presentar íntegros dos breves comentario que al respecto hice más de trece años, pues creo que nada, si acaso, se ha mejorado desde aquel entonces, en cuanto a eliminar dichas trabas innecesarias que tanto nos cuestan. No sólo son profundamente dañinas para el buen uso de los fondos de los ciudadanos, al encarecer y retrasar indebidamente el costo de la obra pública, sino que también estimula otras cosas “indeseables”, tal como lo leerán a continuación.

Eso sí, por favor, que ni la Contraloría, ni los diputados, ni los gobernantes, salgan después, nuevamente, quejándose de que las apelaciones ante la Contraloría estorban el avance de las obras públicas del estado, si ellos nunca promueven una solución en concreto a lo que se ha convertido en un abuso real para lograr una administración eficiente del estado.

El primero de mis viejos comentarios -y aún tan actuales- describe los mayores costos derivados del proceso vigente de apelación ante la Contraloría y lleva por título “Los Costos de las Apelaciones.” Lo escribí el 5 de junio del 2002 en el periódico La Nación y se los transcribo:

“Existe una correcta apreciación en el país de que el sistema actual de apelaciones conduce a una postergación indebida y onerosa de las obras del Estado.

Con frecuencia se manifiesta la queja de que ante la Contraloría General de la República se presentan apelaciones sin sentido, tan sólo con el propósito de que el adjudicado pierda la licitación que ganó en buena lid y que, más bien, sea otorgada a algún participante debidamente perdidoso. Si bien la Contraloría, como tal, no tiene la culpa del atraso que sufre una adjudicación objeto de apelación, lo cierto es que, al menos en los dos últimos años, la División de Asesoría y Gestión Jurídica de esa entidad ha rechazado más del 72 por ciento de las apelaciones que se han presentado. Tal resultado es muestra contundente no de que existe "temeridad" por quienes apelan, hecho que es jurídicamente muy difícil y hasta imposible de probar, sino que hay una demanda exagerada e indebida de solución de este tipo de conflictos por parte de la Contraloría.

Deseo enfatizar algunos de los posibles costos que sobre la sociedad impone la existencia de una demanda excesiva de solución de apelaciones, además del costo burocrático que en sí ocasiona a la propia Contraloría.
Primero, las apelaciones retrasan la ejecución de obras o gastos públicos, hechos que originan un elevado costo financiero. Es innecesario ampliar este aspecto.

Segundo, facilita la colusión en contra del proceso competitivo que se supone debe regir la contratación en el Estado. Si es un "cartel" en que pocos integrantes se distribuyen de forma acordada diversos contratos, una apelación "hablada" puede permitir al ganador lograr mayor tiempo para iniciar el contrato pues, al momento, bien puede tener los recursos ocupados en otras obras. Asimismo, facilita la cohesión requerida entre los miembros del "cartel", al convertirse la apelación en un arma potencial contra cualquier comportamiento díscolo de alguno de los miembros.

Alternativamente, el proceso actual de apelaciones también sirve para impedir la entrada de potenciales participantes que no son miembros del cartel, puesto que tendrán que tomar en cuenta que, si ganan un contrato al haber ofertado un precio menor en sana competencia, el costo inicialmente calculado se elevará, al tener que considerar los gastos en que incurre al no poder realizar la obra en el momento inicialmente acordado en el contrato, a causa de una apelación que se usó para retrasar el inicio de la obra.

Tercero, las apelaciones que se dan en ciertos sectores objeto de un cambio tecnológico significativo (como, por ejemplo, en computación) tienen el efecto de que el Estado no puede obtener la tecnología de punta que inicialmente pretendió lograr. De hecho, si hay un descenso, con el paso del tiempo, en el costo del producto que inicialmente se licitó y se ganó a un cierto precio, la postergación a que da lugar una apelación permite que el oferente ganador obtenga una ganancia adicional, que, por supuesto, la paga la sociedad como un todo. O sea, en estos casos, el Estado obtiene productos más atrasados y a un costo mayor que al que podría obtenerlos.

En cuarto lugar, la posibilidad de que las apelaciones no constituyan solo un medio de lograr un grado de control sobre la actuación de la administración, sino más bien una forma adicional mediante la cual los oferentes pueden jugar con los costos, hace que también se distorsionen otras partes esenciales de los mecanismos de licitación. Por ejemplo, si la administración detecta que sus procesos de contratación bajo licitación pública se apelan con frecuencia por participantes interesados en que deliberadamente haya retrasos, buscará utilizar otros procesos licitatorios diferentes y legales que podrían requerir un tiempo compensatorio menor, como, por ejemplo, usar métodos de contratación directa, fraccionar las licitaciones, entre otros, que alteran el objetivo fundamental de buscar la máxima competencia en las compras del Estado.

En quinto lugar, no omito señalar que los retrasos en la adjudicación final de las licitaciones por apelaciones injustificadas pueden poner en juego aspectos vitales de la forma de vida que hemos escogido los costarricenses, tal es el caso de apelaciones a licitaciones de medicinas y equipos de salud en el caso de nuestros sistemas hospitalarios y de seguridad social.”

El segundo de mis viejos comentarios expone la propuesta concreta que he venido señalando para reformar la legislación actual sobre contratación administrativa. El artículo se titula “Contratación Administrativa.” Lo escribí el 7 de junio del 2002 en el periódico La Nación y dice así:

“La legislación sobre contratación administrativa incentiva una demanda excesiva ante la Contraloría General de la República para que resuelva las apelaciones a la adjudicación de los carteles por parte de los diferentes entes administradores del Estado.

Mientras que los costos de esta práctica son excesivos para la sociedad en su conjunto –como señalé en mi artículo anterior, “Los costos de las apelaciones” (La Nación, 05 de junio del 2002) ̶ los que se imponen sobre quien apela son casi nulos; de hecho, ni siquiera se tiene que pagar a onerosos abogados para apelar (así, la solución no está en crear un privilegio gremial por el que se exija que sólo mediando abogados se pueda actuar), dado que administrativamente cualquier funcionario autorizado por el apelante puede plantear el caso ante la Contraloría. Y menos aún se castiga a quien apele porque le plazca. Si el costo de apelar es bajo, la cantidad demandada de los servicios de la Contraloría es alta, lo que explica la enorme cantidad de apelaciones, que resulta en un proceso muy oneroso.

La apelación es una institución esencial para el buen manejo de los fondos públicos; no obstante, una propuesta que considero esencial para disminuir este exceso de apelaciones es introducir legislación que imponga un costo sobre quien apele y pierda la apelación. Puede haber otras cosas menores que bien pueden reducir los costos de transacción, pero no es sino mediante el nexo directo entre los incentivos para apelar con el costo que tiene dicha acción, como será posible solucionar una parte significativa del problema, dado que, con la propuesta, el apelante potencial comparará los costos de perder su apelación con la posibilidad real que tenga de ganarla, lo cual limitaría el abuso.

Se debe aprobar legislación que reforme en este sentido la Ley de Contratación Administrativa para que se introduzca el concepto de "costas" por apelar. Esto es, que, por ejemplo, quien apele ante la Contraloría General de la República deberá rendir costas por un 5 por ciento del valor de la adquisición pública apelada. Si la gana, se le devuelven las costas rendidas; caso contrario, se pasaría el monto a la administración cuyo acto fue apelado (no a la Contraloría, para evitar el riesgo moral). Con esto creo que se pueden resolver algunas de las objeciones que la Sala IV realizó a un planteamiento similar mediante el voto 998-98, pero sobre esto sería mejor que, en su momento, opinaran los profesionales del Derecho.

Lo que ahora se necesita es que algún diputado o un grupo de ellos acoja esta idea, que me parece puede contribuir a terminar con este enorme abuso económico que con tanta razón preocupa a los costarricenses. La introducción de este sistema de costas permite a la sociedad recuperar parte de los recursos que pierde cuando se apela sin tener la razón.”
Espero que con esta propuesta se limiten las malas prácticas abusivas descritas, con lo cual dejarían de servir como excusa para una mala gestión de los recursos públicos.

Publicado en los sitios de ASOJOD y del Instituto Libertad y en los míos de Facebook, jorge corrales quesada y Jcorralesq Libertad el 10 de noviembre del 2015.