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Jorge Corrales Quesada
02/10/2014, 11:35
SE ACERCA LA HORA DE LAS VERDADES FISCALES
Por Jorge Corrales Quesada

Ya he dedicado mucho de mi tiempo para escribir acerca de la espiral del excesivo gasto público, que, al ser superior a lo que los ciudadanos le entregan al estado como impuestos, ocasiona el llamado déficit del sector público.

Pues redoblo mi esfuerzo, al observar que, ante dicho déficit, ciudadanos de buena fe empiezan a caer en la trampa montada por aquellos mismos impulsores del desborde del gasto estatal. Aquellas personas bien intencionadas, conscientes del problema y en verdad preocupados por extirparlo, ahora uno las observa pidiendo que se apruebe la creación de más impuestos, como forma para resolver la insensatez. Incluso hay algunos que nos dicen que, entonces, lo que hay que hacer es algo así como un “mita y mita”: en sencillo, reducir el gasto estatal en un cincuenta por ciento y en esa misma proporción aumentar los impuestos. Es cierto que a veces no es el 50/50, sino en otros porcentajes; pero el principio es el mismo. Pero, además, me llama la atención que los esfuerzos y sugerencias que uno observa para ordenar el fisco, en realidad no se traducen en una reducción verdadera del gasto público, sino que tan sólo intentan reducir su tasa de crecimiento, que es algo bien distinto. Más claro, no se logra cortar la enfermedad, sino tan sólo que deje de extenderse. Esto último en sí no es malo, pero no quita la ruina, el daño, de nuestro futuro.

Muchas gentes bienintencionadas salen sopladas a buscar cuáles impuestos habrá que aumentar. Que si aumentar el impuesto a las ventas, o hacer algo similar con el impuesto sobre la renta; que por qué no meter un IVA que sustituta al impuesto de ventas (pero no dicen que aumentarán la base impositiva, que no es más que aquellos bienes y servicios sobre los cuales ahora se cobrará dicho impuesto); que si poner un gravamen sobre los ingresos que se perciben tanto en el país como en el extranjero o juntar todos los ingresos provenientes de diferentes fuentes (salarios, rentas, intereses y utilidades) y aplicarle una sola tasa progresiva (esto es creciente), en vez de como es ahora, en que se cobran distintas tasas en vez de una sola escala; que por qué no grava la riqueza (de eso casi no no se oye mucho, ¿verdad?), como sería sobre propiedades, tierras, edificaciones, cuentas corrientes, acciones, etcétera, o que por qué no gravar las herencias o las donaciones o las ganancias de capital. Hay toda una parafernalia tributaria a la disposición del estado, pues si en algo ha sido fructífera la historia del socialismo, es en la búsqueda de nuevos y mayores impuestos de todo tipo para alimentar al ogro filantrópico de Octavio Paz.

La realidad de esa carrera desenfrenada es que va llegando a sus límites y, para no irme mucho más tras, recordaré lo que ha sucedido recientemente en Francia, cuando el presidente socialista de la república, François Hollande, enfebrecido por su victoria, y en presencia de un incómodo déficit, decretó mayores tasas impositivas, con el resultado de que las bases sobre los cuales se aplicaban fueron disminuyendo con toda la precisión esperable: muchos franceses se fueron de Francia a ¿imagínense adónde? a la Rusia de Putin, pues allí tendrían que pagar mucho menos en impuestos. Otros franceses tan sólo atravesaron el Canal de la Mancha y se llevaron sus platas y sus empresas a Londres. Y así se dio una diáspora de contribuyentes franceses por todo el mundo y el tesoro de gobierno languideció. Más vale tarde que nunca, Hollande echó para atrás los mayores y nuevos impuestos.

No se puede poner impuestos sin que las políticas tengan consecuencias, pero antes de referirme a algunas de ellas, es necesario hablar cosas acerca del proceso político que se empieza a cocinar en nuestro país. Uno se va dando cuenta del tirillo de ciertos proponentes de mayores impuestos sobre la ciudadanía: está bien ponerlos, siempre y cuando “a mí” no me cobren más; a otros, no “me” importa. Esta es la danza de la adjudicación impositiva que pronto veremos en el país: unos tratando de que ellos no paguen y que se los cobren a otros; esos otros, a su vez, que no tengan que pagarlo y que se los cobren a los primeros.

Generalmente se llega a un acuerdo acerca de los nuevos impuestos: que ni los “unos” ni los “otros” se vean fuertemente afectados y que la ciudadanía, casi sin voz, desorganizada, informal, sin algo que la motive a unirse, incapaces de valorar el costo de esos impuestos sobre sus vidas o que el costo para cada uno de ellos individualmente sea relativamente pequeño, si bien es enorme para la totalidad, termine siendo la que paga la torta. Eso es lo que puede resultar de ese cotorreo reciente acerca de lo indispensable que es poner nuevos gravámenes para resolver el problema del déficit.

Pero en esto de impuestos hay muchos mitos. Daré un ejemplo de uno de ellos. En la izquierda deliran por meterle impuestos a los ingresos. Posiblemente debido a algo que pidió Marx en el Manifiesto Comunista: Poner un “fuerte impuesto progresivo” a los ingresos. Eso era parte esencial de hacer de su sueño ideológico una realidad: hacer uso, como escribió en el Manifiesto, “del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado…”

Lo que nos ocultan de su amor con los tributos es que, ante un aumento de los impuestos sobre los ingresos de las empresas, éstas tiene un par de opciones: o aumentan el precio de los bienes y servicios que venden a sus clientes, en caso de que tengan algún grado de poder económico en el mercado, o bien disminuyen la cantidad de trabajadores que emplean. Lo que se tuvo en mente cuando se propuso un impuesto que recayera sobre las empresas, en realidad cae sobre los hombros de los consumidores y de los trabajadores. Aún en el caso de que una firma no pueda trasladar el mayor impuesto hacia adelante -pasándolo a los consumidores- o hacia atrás, despidiendo trabajadores, el gravamen siempre recaerá siempre sobre personas: en este caso, sobre los accionistas. Por eso el impuesto sobre la renta de las empresas siempre recaerá sobre personas físicas, ya sea consumidor, ya sea trabajador o ya sea accionista.

En la llamada derecha -cualquier cosa que eso signifique- dicen que estarían a favor del impuesto al consumo, ya sea de ventas o en su forma más sofisticada, el IVA, porque, así creen algunos, el gravamen recaerá sobre el consumidor. Creen que el consumidor de menores ingresos gasta porcentualmente una cantidad mayor en su consumo, al contrario de los consumidores de ingresos ricos; por eso se habla de que es un impuesto indirecto que afecta relativamente más a los pobres que a los ricos.

Pero hay algo aquí que no me queda claro: si ese impuesto afecta el consumo mayoritariamente de los más pobres, eso provocará que tengan que disminuir su consumo, pero eso hará que los ingresos de las empresas se reduzcan al caer sus ventas y, se asume, los ricos son los dueños de las empresas, con aquel gravamen sus ingresos por utilidades se verían disminuidas. No hay escape al efecto de los impuestos. Quien a veces aumenta sus entradas es un tercero que a veces se olvida mencionar: el estado, que no es por casualidad que propone un impuesto de esa naturaleza, pues suele ser de relativamente fácil recaudación y, por ende, de mucho provecho.

Nótese que hace un par de líneas escribí “quien a veces aumenta sus entradas”, porque perfectamente puede presentarse que la reducción de las compras por parte de los consumidores se reduzca de manera tal, que termine recibiendo menores ingresos. Si no me creen, les cuento que en Chile, hace ya muchos años, el gobierno le metió unos impuestos tan altos al whisky y a los carros, con el fin de recoger fondos para el gobierno, que no contaron con que los consumidores dejaron de consumir whisky (o lo compraron de contrabando) y de renovar sus cacharpas. El estado más bien perdió ingresos. Pero, en verdad, con un impuesto a las ventas es muy difícil que dé lugar a un descenso tan significativo de la demanda de los consumidores, como para provocar ese efecto de reducción en los impuestos recaudados. Eso lo que significa es que, de alguna manera, el consumidor tendrá que absorber ese aumento en su costo de vida.

Sabemos que el estado es manejado por políticos. Con esos mayores ingresos procederán de nuevo a gastarlos. Lo que hace el estado es gastar en nombre nuestro (usted y yo), lo que nosotros habríamos gastado de acuerdo con nuestras preferencias personales y muy posiblemente de nuestra familia. Ahora, ese estado lo hace por nosotros: lo gasta en lo que son las preferencias de los políticos, sólo que lo hace en nombre nuestro.

Así podría continuar mi análisis del ballet de los impuestos que veremos en la Asamblea: cada uno quitándose el tiro y pasándoselo al otro. Pero eso podrá ser tan sólo una ganancia en el corto plazo para los vivillos que presuntamente tuvieron éxito en trasladarle la exacción a otros: al gastar el estado los nuevos fondos recolectados con sus mayores impuestos, significa que la demanda de recursos que se ejerce en el mercado ya no es la demanda de las personas, sino la demanda de los políticos. Sabemos a qué conduce esto. Por si no lo cree, veremos hacer lobby a empresarios que desean ser los vendedores de bienes y servicios que ahora compra el estado. Eso dará lugar a un aumento de los costos de intermediación: ya saben de lo que hablo.

Lo más molesto es la inocencia (o tal vez ignorancia) con que se trata este tema de los impuestos en ciertos círculos. Voy a poner, como ejemplo, un artículo del periódico La Nación del 29 de setiembre, titulado “Seis entidades consumen 80% del gasto estatal en alquileres.” En él, el autor del artículo (muy bueno en otras cosas) señala que tan sólo los ministerios de Hacienda, Educación Pública, Transportes, Seguridad Pública y el Poder Judicial, así como el Tribunal Supremo de Elecciones (¿?) (puse signos de interrogación pues no me imagino en qué puede estar gastando tanto en alquileres, con todo y el enorme edificio que ya tiene), gastan un total de ₡25.420 millones anuales en alquileres. Y expone de seguido el artículo de marras que:

“Con un monto similar al gastado por esas seis entidades, el Gobierno Central podría dar 338.933 pensiones del régimen no contributivo, 21.325 bonos de vivienda o 508.000 becas para estudiantes pobres del Programa Avancemos.”

Todas las cifras anteriores pueden ser ciertas, pero si ponemos impuestos por el equivalente de esos ₡25.420 millones, que ahora gastan en alquileres aquellas seis dispendiosas entidades estatales, y de una vez estamos diciendo cómo se podrían gastar (pensiones, bonos de vivienda, becas para estudiantes), eso significa ni más ni menos que se sustituiría un gasto de alquileres por otros gastos. De ninguna manera significa que habría una reducción del déficit del gobierno central. Simplemente, de seguirse la sugerencia del periodista, en vez de gastar en algo el estado lo gastaría en alguna otra cosa. No hay ningún ahorro en el gobierno, que es lo que el país requiere urgentemente.

Ya sé que alguien me dirá: “pero, aquellos gastos propuestos por el periodista son gastos deseables”. Eso puede ser cierto. No lo dudo. Pero dependen de cuáles sean las preferencias de las personas acerca de qué podría ser un uso mejor de los recursos públicos. Probablemente la persona que puede haber hecho aquella sugerencia, es porque prefiere que el gasto estatal se dedique a pensiones, bonos de viviendo o becas a estudiantes, en vez de, digamos, horas extras, viajes o galleticas. Yo la entiendo (y en mi corazón comparto esa preferencia). Pero el hecho es que tan gasto público son los primeros como los segundos: el gasto total del gobierno sigue siendo el mismo y el problema era precisamente el déficit caracterizado por un exceso de gasto superior a las recaudaciones tributarias. Si la razón para los nuevos impuestos era “reducir el déficit”, eso no se logra, pues lo que ingresa con los nuevos gravámenes, posteriormente se gasta de nuevo, sólo que en otra forma.

La situación del país es muy complicada debido al actual déficit fiscal. Por eso creo que la ciudadanía se ha dado cuenta fiel de que su solución va por practicar una reducción significativa del gasto gubernamental (ojalá que no sea una disminución de su tasa de crecimiento, que si bien ya es algo positivo, posiblemente será insuficiente). Si los partidos políticos que en la Asamblea Legislativa tienen ante sí las decisiones acerca de cómo enfrentar el problema, no atienden al clamor ciudadano, es de esperarse que la situación sólo empeorará y que ello tendrá serias consecuencias políticas sobre aquellos partidos que no quisieron poner un orden indispensable.

De hecho ya los conservadores socialistas han empezado a tocar sus tambores de guerra contra cualquier reducción que se pretenda lograr en sus presupuestos predilectos. Unos han sido menos agresivos (por ejemplo, el Poder Judicial), otros ya amenazan con irse a las calles, ya sea para defender privilegio de ricos de tener una educación universitaria subsidiada por los más pobres de Costa Rica, o para seguir alimentando la fuente de su poder político, como es la ANEP, cuya función no es más que la de conservar, en este caso, los privilegios existentes en ciertos sectores de empleados públicos (horas extra, antigüedades para efectos de aumentos salariales mayores al crecimiento de la inflación, entre muchos otras prebendas y regalías).

No será fácil lograr reducir el gasto estatal. Admiro tanto a don Ottón Solís por el esfuerzo que ha hecho para proponer una reducción de alrededor de ₡300.000 millones al presupuesto actualmente en discusión legislativa, así como la más reciente propuesta del PUSC (que espero llegue a contar con el apoyo de la fracción liberacionista, del Movimiento Libertario y de otras agrupaciones) de lograr un reducción de ₡350.000 millones. Si no se aprovecha esta oportunidad de poner algún grado de sensatez ante el abuso del gasto estatal, posteriormente el costo que recaerá sobre los ciudadanos será aún mayor.

Publicado en mi sitio en Facebook Jcorralesq Libertad el 02 de octubre del 2014.