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Jorge Corrales Quesada
13/08/2014, 08:49
POR CABILDEAR
Por Jorge Corrales Quesada

Sé que muy posiblemente esta opinión acerca de un hecho reciente de la política podría ofender a algunos. De antemano les digo que ese no es mi objetivo, sino tratar de interpretar un hecho político reciente que ha provocado un gran revuelo en el país. Se trata del caso del relacionista público -o como se le llame- señor Iván Barrantes, a quien, me imagino que los lectores lo saben, se le denunció por hacer uso de una oficina ubicada en la Casa Presidencial relativamente cerca del presidente de la República, señor Luis Guillermo Solís. El señor Barrantes fue quien, en la campaña recién pasada en que resultó electo presidente don Luis Guillermo, dirigió la parte referente a la comunicación, tanto con medios como en la forma de llevarla cabo, entre cosas similares. Su tarea, debe decirse de una vez, no fue gratuita y con la victoria obtenida, aparte de un pago por servicios profesionales, recibió una bonificación, que en conjunto los acerca a -la cifra exacta no importa- muchos millones de colones.

Una vez instalado el gobierno de don Luis Guillermo, su amigo de campaña también ubicó su tienda en la sede presidencial para, en palabras del Ministro de la Presidencia, elaborar una propuesta a fin de realizar estudios y asesorías de índole política para el novel presidente. No me interesa, tampoco, hacer ver que el mismo partido político que eligió al presidente, habría dicho que terminaría con las asesorías en el gobierno. Sería una más de promesas de campaña que no se cumplen, pero en esencia no es lo relevante.

Resulta que, ante el hecho, surgió una fuerte reacción pública en contra de aquellos actos ─como era de esperar, la hubo desinteresada e interesada; bastarda y noble, como tantas cosas que uno ve en ese campo. El señor Barrantes, quien públicamente había dicho que, además de esa posibilidad de contratar una asesoría, también a su vez representaba los intereses de diversas personas (no sé si físicas o jurídicas), nunca negó que la ejercitaría ante autoridades gubernamentales. Señaló inicialmente que, de hacer esa tarea, lo haría con base en el derecho fundamental que tiene toda persona de trabajar en lo que es lícito, tal como era lo que pretendía hacer.

Hasta aquí todo parece estar “bien”, pero surge un pequeño problema, no tanto por representar intereses particulares, sino porque, al pretender obtener un contrato de asesoría con el gobierno, casi como que lo convertía en un funcionario público, casualmente enquistado en las más altas esferas de ese gobierno. Asimismo, también puede ser reprensible que, siendo como lo era y es, el señor Barrantes, un individuo privado y no un funcionario gubernamental, no había razón para estar utilizando una oficina ubicada en las facilidades de la propia casa presidencial, pues no era funcionario público aún. Pero esto más bien es un asunto del cual habrá de responder la persona que estuviera a cargo de la administración de esas instalaciones, por haber permitido que fueran usadas de tal manera. Aquí ya hay un área difusa entre lo que es propio de la vida privada profesional de una persona y en lo que cual el estado no tendría nada que ver, con el uso de instalaciones exclusivas para funcionarios estatales, lo cual sí es de la pertinencia de la cosa pública.

La actividad profesional, que en parte aparentemente pretendía ejercitar el señor Barrantes, es muy conocida y se le denomina cabildeo. Me gusta más como a esa actividad se le llama en inglés, “lobbying”, porque el nombre viene de la palabra en ese idioma para nuestros pasillos o corredores (aquí, en ciertos círculos, a unas partes de las edificaciones o de las casas las llaman el “loby”, que da una idea de antesala), pues en aquellos circulaba una serie de personajes alrededor de funcionarios de gobierno, para solicitarles que actuaran de cierta forma o que tomaran en cuenta los intereses de quienes los cabilderos decían representar. Por supuesto, por ello recibirían una paga (quien hace la tarea del cabildeo; no sean mal pensados, no estoy diciendo que había paga para los funcionarios que tomaban la decisión de acuerdo con lo que les solicitaba el cabildero).

Esa potencial actuación en tal sentido del señor Barrantes, provocó en más de uno -en algunos algo inusual; en otros ya habitual- una fuerte reacción en distintos foros y maneras, básicamente orientadas a que el presidente Solís de inmediato le destituyera. Pero, hay algo verdad en lo que dijo alguien en la casa de gobierno, de que no se podía destituir a quien aún ni siquiera era un empleado gubernamental, pero la verdad es que bien se le podía haber echado físicamente de esas instalaciones. El señor Barrantes, inteligentemente, ya presentó su “retiro” (no su renuncia, pues el estado no es su patrono) de ofertar sus servicios profesionales al gobierno y, supuestamente, eso será suficiente -¿quién sabe?- para calmar los deseos de sus críticos y acusadores. Se supone que seguirá laborando en el país y no en Chile, en donde vivió los últimos años antes de la campaña del señor Solís.

El fundamento de la fuerte oposición pública que hubo para la actuación del señor Barrantes creo que corre en dos vertientes: una de ellas que comparto y la encuentro totalmente justificada, como fue, de parte del señor Barrantes, el uso notorio y ampliamente conocido de palabras extremadamente groseras y hasta vulgares, para expresarse acerca de las opiniones vertidas en su contra por muchos, muchos, ciudadanos. No vale la pena repetirlas, pues son más propias de un pachuco que de una persona de modales correctos. Aquí dejo este punto, claramente establecido.
La otra vertiente -y acerca de la cual haré algunas observaciones- tiene que ver con ciertas de las críticas públicas que se le hicieron, de que su conducta -ciertamente no prohibida por ley, a menos que medien actos indebidos como coimas o sobornos y otros actos de corruptela similares, que no necesariamente se pueden anticipar- se considerara como impropia, indebida, que tenía, como lo dijo un reconocido diputado, el “peligro potencial de incurrir en conflicto de intereses”.

El presidente Solís, ante el retiro de objetivos que anunció el señor Iván Barrantes (posiblemente ante el propio pedido presidencial), aceptó su renuncia. El problema es que, en palabras que en cierto momento pronunció aquel diputado, “si la medida no se revierte, entonces es corrupción”. O sea, que si no se alejaba al señor Barrantes de la cercanía con el gobierno, ante el país se tendría un caso claro de corrupción, lo cual casi que es evidente en señalar, en dicha circunstancia, quién o quiénes serían los responsables de ella.

No sé por qué, pero el episodio me hace recordar la imagen de un Torquemada, viendo como asaban en una hoguera al pecador, pero, me imagino que el impoluto e implacable torturador era consciente de que en ningún momento logró quitar el pecado que en su criterio asolaba a aquella alma, mas no pudo eliminar la perversión como tal. Sólo le quitó la vida al impuro. Es decir, triunfó la forma, pero no el fondo. Y voy a decir por qué. Si el problema radica en que una persona tendrá acceso al gobernante o a sus adláteres, a fin de promover intereses de sus representados -esto es, ejercerá el cabildeo- ¿puede alguien decirme que ese “problema ético” que señalan algunos, cesará de existir porque el señor Barrantes ya no tendrá oficina en la casa presidencial o porque ya no hará labores de consultoría para el gobierno? Voy a calificar esa posición represiva con una palabra “suavecita”; estamos en presencia de una gran tontería.

¿Acaso para hacer ese cabildeo se requiere que la persona que lo ejerza esté físicamente presente en las instalaciones en donde laboran los empleados de gobierno? ¿No podría, por ejemplo, un pariente, un hermano, del político, susurrarle al oído del gobernante una sugerencia acerca del rumbo que debería de tomar una cierta política pública? ¿Acaso no es posible hacer lo mismo con tan sólo una simple llamada telefónica? ¿O en una fiesta privada? No me vengan con un cuento de vestiduras rasgadas, con el “ahora sí se ha luchado contra la corrupción”; o que “ya tenemos el hombre nuevo, puro y perfecto”.

Si lo que en verdad se quiere es evitar la corruptela, el quid no está en cambiar la naturaleza humana, pues ni los Torquemadas, ni los Savonarolas, ni inquisidores como Hungarius, Fabio Chigi, James Sprenger o von Marburg, ni tampoco los tribunales que condenaron a Galileo Galilei o a Giordano Bruno, lo lograron. Ni tampoco lo lograrán los modernos talibanes. Para lograr aquel propósito lo viable es limitar al máximo el poder discrecional que tienen las autoridades de gobierno para disponer de bienes y recursos propios de los ciudadanos, y, por tanto, de refrenar la posibilidad de conceder favores o privilegios a personas o grupos específicos, que es la razón por la cual los buscan cuando detentan el poder.

Entre más poder se le entregue al gobernante, mayor es la posibilidad de actuar en beneficio o en contra de personas o grupos concretos (y también lo puede ser para su propio beneficio pecuniario o en términos de mayor poder). Incluso es interesante, pero los cabilderos pueden servir a grupos antagónicos o contrarios; por dar un ejemplo, a uno a favor de la legalización de la marihuana y a otro en contra de ello. Pero eso sí, quienes buscan lograr que, con su influencia, el gobierno dirija sus acciones hacia sus propios intereses, a sabiendas de tal posibilidad lo harán de una u otra manera: ya sea como asesores, con oficinas en la sede del gobierno, en el pasillo de un congreso o por teléfono o colocando a la parentela en su proximidad para que le aconsejen. ¡Ah la naturaleza humana y los hipócritas que pretenden embutirla, como cosa tan sólo vistiéndola de percal! Las cenizas de los herejes no lograrán que renazcan las almas de los sepulcros blanqueados.

Publicado en mi sitio en Facebook Jcorralesq Libertad